Artículo publicado en Kalewche
Por Ariel Petruccelli
El presente texto fue escrito en circunstancias muy peculiares. Lo redacté en el lapso de una semana, a mediados marzo de 2006, en medio de una dura huelga de los trabajadores y trabajadoras de la educación de Neuquén, agrupados en ATEN. Fue escrito, pues, contra reloj (debía estar listo para ser distribuido en una multitudinaria asamblea), en los ratos libres que me quedaban entre las marchas, las asambleas y los piquetes. No estaría faltando a la verdad si dijera que fue escrito con el corazón caliente. Sin embargo, las ideas que aquí se exponen son fruto de mucho tiempo de serena reflexión.
Luego de aquella primera edición, la Comisión de Formación Permanente de ATEN Capital realizó varias reimpresiones. En Mendoza, el colectivo La Hidra de Mil Cabezas incluyó Repensar el 24 de marzo como noveno título de su colección de cuadernillos Escrituras Tangenciales, allá por septiembre de 2010. Me pidieron que lo prologara, y así lo hice. Esta introducción, de hecho, es una versión apenas remozada de aquel prefacio.
Por mi parte, no volví a trabajar el texto ni le introduje modificaciones, a pesar de ser muy consciente de los muchos defectos de detalle que contenía un escrito redactado en medio de tanto vértigo. Tampoco he querido que la redacción perdiera su estilo didáctico e impronta militante.
Hoy, ante la propuesta de mis camaradas de Kalewche de publicarlo como artículo digital, en ocasión de cumplirse un nuevo aniversario del golpe militar, se me plantea la duda de si no debería reescribirlo. Lo he pensado mucho, y he decidido que no, que es mejor dejarlo como está. No tengo dudas de que algunas partes podrían estar mejor escritas, que ciertos pasajes ameritarían algún matiz, que ciertas afirmaciones polémicas quizá requieran más desarrollo. Pero también creo que las ideas principales aquí expuestas son esencialmente correctas. Y me gusta conservar el calor y el color que el texto tomó al ser escrito en medio de la vorágine militante. Tómeselo, pues, como una diminuta muestra de que es posible conservar la cabeza calma en medio de las pasiones políticas.
En lo que va del siglo XXI, principalmente durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, se han hecho grandes avances en materia de derechos humanos, así como en el esclarecimiento de muchos hechos del pasado reciente y la condena de muchos criminales de lesa humanidad. En este terreno podemos decir que la Argentina democrática ha comenzado a saldar sus deudas con la dictadura. Sin embargo, sigo convencido de que los fundamentos socioeconómicos legados por el Proceso permanecen en pie. Si bien han sufrido obvias modificaciones, por lo que sería errado decir que permanecen inalterados, la actual Argentina sojero-minera sigue teniendo una estructura económica con muchos más puntos de contacto con el modelo neoliberal que con la vieja Argentina cuasi-industrial. Redistribución más, redistribución menos, gobiernen fuerzas progresistas o conservadoras, populismo kirchnerista o centroderecha macrista, se mantiene un modelo socioeconómico sustancialmente extractivista, primario-exportador. La actual expansión de la megaminería y el cultivo de soja no modifica esta caracterización, y en materia ecológica la agrava.
Todo avance de la justicia merece ser saludado sinceramente, sea cual fuere su mano ejecutora. Pero no deberíamos olvidar, por ello, que la Argentina actual poco y nada tiene que ver con el país que soñaron aquellos jóvenes que, en los 70, pagaron con sus vidas la prosecución de sus ideales.
Efemérides escolares: historia y memoria
Cada vez más, el 24 de marzo es un día importante en las escuelas. Se conmemora un nuevo aniversario del golpe de estado del 76, y en muchos establecimientos educativos se realizan actividades que procuran mantener viva la memoria de lo que sin dudas fue el período más negro de la historia argentina reciente. Ahora bien: el que mantengamos viva la memoria –tarea fundamental, por cierto– no significa que seamos capaces de comprender adecuadamente el proceso histórico del que la dictadura formó –o forma– parte. Y tampoco significa que seamos capaces de transmitir con fuerza a nuestros alumnos y alumnas una experiencia que, para ellos y ellas, es irremediablemente lejana.
En este trabajo nos proponemos realizar un abordaje crítico de la última dictadura militar, cuestionando algunas ideas firmemente arraigadas. Buscaremos mostrar los oscuros hilos que unen aquel pasado con este presente, con la intención de ensayar propuestas que permitan a nuestros/as estudiantes relacionar sus propias experiencias con la herencia de la dictadura.
La tarea es sumamente compleja. Tenemos entre manos hechos dolorosos de un pasado reciente. Hechos sobre los que existen distintas y encontradas versiones. Tanto es así, que no es difícil conversar con docentes –o personas en general– que piensan que no es posible referirse a la dictadura más que con versiones «subjetivas». Todo lo más, podríamos incluir un menú de versiones diferentes: un relato histórico con pretensiones de objetividad estaría vedado. Y sin embargo no es así. O en cualquier caso, las dificultades que tenemos para abordar históricamente este proceso no son mayores que las que se nos presentan con cualquier otro acontecimiento histórico. Y acá es imperioso ser claros. La comprensión histórica gana en claridad y profundidad cuando se torna abarcativa, global, totalizante, y no cuando se queda en la mera perspectiva individual. Pero por eso mismo las experiencias personales, individuales; esas experiencias vitales, incluso aquellas experiencias fundadas en el dolor, no confieren ningún privilegio historiográfico: sería ilusorio pretender que alguien sabe más sobre un proceso histórico porque lo vivió o porque lo sufrió… Pero también es equivocado creer que, quien haya vivido y padecido un momento histórico, no puede abordarlo con objetividad.
Quienes trabajamos como docentes tenemos frente a los luctuosos hechos de la dictadura una doble responsabilidad: la responsabilidad de la memoria y la responsabilidad de la historia. Vale decir, la responsabilidad de mantener vivo el recuerdo de lo que sucedió, porque es un antídoto –fuerte pero no infalible– para que tragedias de ese tipo no se repitan; pero también la responsabilidad de explicar por qué ocurrió lo que ocurrió, y mostrar hasta qué punto la Argentina actual es fruto de aquel terror. Porque al menos para mí, algo está perfectamente claro: todos somos hijos no reconocidos del terrorismo de estado.
Si me acompañan, quisiera argumentar por qué.
¿Qué tan real es el antagonismo democracia/dictadura?
En las visiones imperantes sobre la dictadura del 76, se insiste en el carácter pernicioso, violento e ilegal de las dictaduras militares, a las que se contrapone la transparencia, el consenso y la legalidad de las democracias. La intención de este esquema dual es rescatar los valores democráticos y atacar los dictatoriales. Eso está muy bien (o por lo menos lo está para mí, y, creería, para el público lector también). El problema es que se contrapone algo así como dos entidades eternas y siempre iguales a sí mismas (la democracia y la dictadura), y con ello se impide ver las profundas diferencias entre algunas democracias y algunas dictaduras, al tiempo que queda en el olvido el doloroso proceso por medio del cual la democracia llegó a consolidarse y a gozar de un reconocimiento cuasi-universal. Finalmente, esta visión dicotómica deja poco margen para pensar alternativas políticas y sociales, como por ejemplo una democracia integral, que no se limite a democratizar al estado, sino que también democratice la economía.
Luego de varias décadas de relativa institucionalidad democrática, el fenómeno de las dictaduras parece ser cosa del pasado no solo en Argentina, sino también en el resto de Latinoamérica. Hasta no hace mucho tiempo, sin embargo, las democracias eran la rareza y las dictaduras lo habitual, y en muchísimos casos lo que se vivía era un permanente ir y venir de gobiernos democráticos y gobiernos militares. Por otra parte, ni unos ni otros eran iguales a sí mismos. Algunos gobiernos democráticos sólo lo eran porque ganaban elecciones, pero elecciones en las que la fuerza política mayoritaria estaba proscripta (como pasó con el radicalismo yrigoyenista luego de 1930, o con el peronismo entre 1958 y 1973). Del mismo modo, no todas las dictaduras eran idénticas: tenían diferentes proyectos políticos, y no todas eran igual de violentas. Un chiste de otros años era hablar de las «demoduras» y las «dictablandas». Había democracias que eran una farsa, y dictaduras que podían ser tolerables, al menos por un tiempo.
Es históricamente falsa la imagen de regímenes democráticos apacibles versus dictaduras súper-violentas. Las masacres de la Semana Trágica de 1919 y de la Patagonia Rebelde de 1921 (en esta última se estima en cerca de 1.500 los peones fusilados) ocurrieron durante el muy democrático gobierno de Hipólito Yrigoyen.
Un poco de historia
Pensemos en Argentina y hagamos un poco de historia. Antes de 1916 había democracia, pero una democracia tan pero tan amañada que siempre ganaba el partido oficialista –el oligárquico PAN, Partido Autonomista Nacional– y en la que apenas votaba una ínfima minoría de la población, aunque legalmente todos los ciudadanos podían hacerlo. En ese contexto, quien pretendiera votar por la oposición debía prepararse, el día de las elecciones, más para una batalla campal que para los tranquilos comicios que conocemos. Se dice, sin embargo, que esos gobiernos eran democráticos. Como empezamos a ver, la democracia es un concepto muy gomoso.
En 1916 gana Yrigoyen, y entre él y Alvear los radicales permanecieron en el poder hasta 1930, cuando se produce el primer golpe militar de la Argentina moderna. El gobierno de Yrigoyen era democrático –había ganado legítimamente las elecciones–, pero la oposición oligárquica lo acusaba de dictatorial: se apoyaban, para ello, en las reiteradas intervenciones a las provincias, bastiones políticos de la oligarquía. Alvear, aunque también era radical, se llevó mejor con la oligarquía, que deja de protestar. Luego vuelve Yrigoyen y vuelven los problemas, hasta que en la coyuntura de la crisis del 30 (una crisis internacional), el general Uriburu aprovecha la bolada para derrocarlo. Comienza así la «Década Infame»: una sucesión de dictaduras militares y de gobiernos supuestamente democráticos que ganaban elecciones, sí, pero elecciones en las que había fraude o la fuerza mayoritaria –que en ese entonces era la UCR– estaba proscrita.
Luego viene Perón, quien, sin romper los marcos del capitalismo, ensaya una serie de políticas que perjudicaban a algunos sectores empresariales y terratenientes (a otros lo benefició, y mucho). Se inicia así el período económico conocido como industrialización por sustitución de importaciones, en el que se prioriza el desarrollo industrial para el mercado interno, y por ello aumenta el número de trabajadores industriales y mejoran sus condiciones de vida: los trabajadores eran los productores y, en gran parte, los consumidores de los nuevos bienes industriales. Por eso, el sistema necesitaba que tuvieran ingresos relativamente altos. El haber introducido este nuevo modelo de acumulación (o modelo económico) constituye la base material sobre la que el peronismo histórico basó su poder, y a partir de la cual construyó una simbología cuyos ecos aún perduran. La industrialización sustitutiva de importaciones venía a reemplazar, parcialmente, al viejo modelo agroexportador, con el que la Argentina se había incorporado al mercado mundial a fines del siglo XIX.
El modelo agroexportador funcionaba de una manera muy sencilla. En ese entonces, la variable fundamental de la productividad agropecuaria era la fertilidad del suelo, y nuestra Pampa Húmeda tenía tierras cerealeras y ganaderas de excepcional rendimiento a nivel mundial. Pero lo de «nuestra» es un eufemismo: esas tierras estaban en manos de una oligarquía capitalista que poseía hectáreas por millares; que, no contenta con ello, también invertía en el comercio, en las finanzas y, si las cuentas cerraban, también en la industria; y que de yapa controlaba el estado. En fin, una oligarquía en el pleno sentido de la palabra: un puñado de familias que concentraban el poder económico y político del país. Bien, los rebaños y granos producidos en las estancias de los terratenientes, o en las chacras que estos daban en arriendo, eran destinados en su inmensa mayoría a la exportación. El principal comprador era Inglaterra, que también era nuestro principal vendedor. ¿Y qué nos vendía? Todo tipo de bienes industriales. De este modo, mientras la clase dominante de Argentina se convertía en una de las más ricas del mundo, el país marchaba derechamente por la senda de la dependencia económica: tras la bonanza del «granero del mundo» y los años de «vacas gordas», se escondía una economía exportadora de materias primas y alimentos, carente casi por completo de industrias… en un mundo donde la batuta la tenían –y la tendrían aún más– los países industrializados.
Con Yrigoyen, la oligarquía había perdido parte del poder político, pero mantuvo intacto el poder económico. Con Perón, la historia –en cierto modo– volvía a repetirse, pero el contexto histórico ya era otro, y eso tornaba imperiosas algunas modificaciones en el modelo económico. Los precios agrícolas tendían a bajar, los precios industriales a aumentar. Cada vez estaba más claro que quienes mandaban eran las naciones industrializadas. Por otra parte, en los años 30, las ganancias agropecuarias disminuían: los más vivos de los terratenientes argentinos (que siempre habían invertido en la tierra, pero también en cualquier sector de los negocios que resultara rentable) empezaron a mirar a la industria como una posible rama lucrativa de inversiones. No obstante, el grueso de los oligarcas, aun comprendiendo la necesidad de industrializarse, no quisieron asumir los «costos» que la industrialización implicaba. Querían fábricas… pero las querían sin sindicatos, sin obreros que reclamen, sin salarios elevados, sin laburantes medianamente satisfechos. Entonces llegó Perón, «leyó el partido», e introdujo un nuevo modelo económico que habría de reportar renovados millones a los ricos de siempre, pero que a cambio también les reportará algunos beneficios a los trabajadores, y los dotará de un nuevo potencial político y de un sentimiento de dignidad.
Perón quería ser un árbitro bondadoso que dejara contento a los dos equipos. Pero la historia, ¡ay!, es tirana. Los empresarios embolsaron sus millones, pero con ellos la inquina contra un movimiento –el peronismo– que permitía que los trabajadores se consideraran con derechos y ciudadanos en pie de igualdad con los «verdaderos dueños del país»: de allí en adelante, volvieron a practicar lo que ya conocían desde los tiempos de Yrigoyen: la conspiración con los militares (que en general eran sus parientes, por lo menos a nivel de los altos mandos). Los trabajadores, por su parte, agradecieron la nueva prosperidad económica que gozaron mayoritariamente, pero no vieron razones para no pretender mejorar aún más su situación económico-social: al fin y al cabo, ellos, que eran el 80% de la población, se apropiaban sólo de la mitad de los ingresos nacionales, mientras que el resto de la población más favorecida –apenas un 20%– se quedaba con la otra mitad. Argentina era por entonces la sociedad más igualitaria de Latinoamérica, pero ciertamente no era una sociedad verdaderamente igualitaria. El modelo de industrialización por sustitución de importaciones se convirtió, pues, en un campo de batalla social. La estabilidad política y la democracia tenían que ponerse a la cola.
La causa de la inestabilidad: una vieja crisis de legitimidad
Las reglas del juego democrático no eran aceptadas por todos, o solo eran aceptadas mientras convinieran, o en tanto y en cuanto el ejercicio de la democracia política no pusiera en riesgo al poder económico. Y aquí llegamos al meollo del asunto. La clave de la inestabilidad política de Argentina se encuentra en la existencia de una pequeña pero increíblemente rica clase dominante, que desde 1916 en adelante se las vio en figurillas para hacer que los gobiernos que gozaban de la legitimidad popular que confiere el voto, fueran simultáneamente sus fieles servidores. Dicho crudamente, los dueños del país querían (y quieren) mandar. Si es por medio de funcionarios elegidos, ¡mejor! Pero si no, un general acostumbrado a mandar y, sobre todo, a obedecer(les), bien podía ocupar su lugar. El asunto no era tanto la forma de gobierno, como que los negocios marcharan bien. Y esta gente siempre entiende que los negocios marchan mal cuando los trabajadores que producen las riquezas que ellos se apropian, limpian las casas que ellos habitan, sirven la mesa en la que comen, y enseñan y cuidan a sus hijos; cuando esos trabajadores y esas trabajadoras, decíamos, creen que tienen derechos y empiezan a hacerlos valer. Entonces los negocios «marchan mal», dicen, y quieren meter palo. Ya lo vimos en 2001.
Sucede que, por debajo de los sistemas de gobierno –y las democracias y las dictaduras lo son–, hay un mundo económico que nada tiene de armonioso, menos tiene de igualitario, y en el que no prima el tan mentado consenso, sino que se rige por la ley del mercado (a la que algunos, en evidente desconsideración para con nuestros hermanos animales, gustan llamar «ley de la selva»).
Si tenemos en cuenta este mundo «subterráneo» en el que todos estamos insertos y en el que día a día padecemos, podremos empezar a entender cuanto menos algo del orden político, y a ver las causas de la inestabilidad democrática del pasado y la evidente devaluación de la democracia en el presente. Porque convengamos: las expectativas y esperanzas depositadas en el retorno de la democracia no se han cumplido. Y el funcionamiento democrático actual se parece mucho más a un sistema clientelar que a una red de ciudadanos.
Observemos una paradoja. Hoy en día, políticamente, la democracia es un valor incuestionado. Los monarcas divinos, los reyes hereditarios, son considerados cosas de un remoto y bárbaro pasado. Ya no se acepta que la autoridad emane de Dios ni que el poder sea hereditario. Sólo el voto popular confiere legitimidad política. Los cargos se ganan, no se heredan. Así es hoy… en la esfera política. Pero, ¿qué pasa en la economía? Exactamente lo contrario. Allí rige el principio de herencia, y los propietarios son monarcas absolutos. Las empresas se heredan, y los ejecutivos son nombrados por los dueños, no elegidos en comicios populares. Y en el mundo moderno –en el que son varias las corporaciones capitalistas que poseen un presupuesto anual superior al de muchos estados de gran tamaño– esto confiere a un puñado de empresarios un poder muy superior al que gozan aquellos que ejercen cargos públicos gracias a, quizás, millones de votantes. A la hora de los bifes, los millones de dólares siempre cuentan más que los millones de votos.
Y entonces, nos encontramos con la cuadratura del círculo democrático: una democracia política que se apoya sobre una dictadura económica. Por supuesto, siempre se puede, mediante la lucha y la movilización, hacer que las instituciones democráticas funcionen un poco mejor, como también se pueden impedir golpes de estado. Pero mientras existan los dictadores económicos, la democracia estará amenazada. Y si sobrevive largo tiempo, lo hará al riesgo de devaluarse a su mínima expresión: una democracia de clientes. Y los ciudadanos y ciudadanas, bien, gracias.
Los antecedentes de la dictadura y el terror estatal
El sedicente Proceso de Reorganización Nacional, instaurado el 24 de marzo de 1976, es recordado –y repudiado– por haber instaurado el terrorismo de estado en Argentina. Vale decir, por haber convertido a las instituciones estatales, o a al menos una parte de ellas (las Fuerzas Armadas), en practicantes de acciones terroristas sistemáticas contra la misma población civil argentina. Las acciones de los dictadores militares fueron tan aberrantes que no podían ser llevadas a cabo a plena luz del día, o respetando el más mínimo marco legal. Y entiéndase bien: las acciones de los represores fueron ilegales respecto a la Constitución que violaron al derrocar a un gobierno de iure, pero también eran ilegales en términos de los marcos y principios emanados por los propios golpistas.
En última instancia, todo orden legal se basa en la fuerza. Lo que sucede es que la fuerza originaria y fundante puede quedar olvidada con el paso del tiempo. Pero seamos claros, ni la independencia de España, ni la constitución del Estado nacional, fueron procesos pacíficos o anodinos. San Martín y Belgrano no disparaban flores. Las guerras civiles entre las provincias y entre unitarios y federales se parecían más a un matadero que a un juego de TEG. La incorporación de la Patagonia al Estado nacional implicó un verdadero genocidio de los pueblos originarios. El estado y la institucionalidad que emergieron de esos sucesos, y que se plasmaron en una constitución, fueron el resultado del ejercicio previo de la fuerza: a las leyes, de hecho, las hicieron los ganadores. Ninguna constitución y ninguna ley es una deidad sagrada: son productos de los seres humanos, que reflejan ciertas situaciones más o menos momentáneas, y también intereses más o menos claros.
Lo increíble del terrorismo de estado argentino es que los militares no negaban los valores de los derechos humanos, no proclamaban que la tortura fuera una acción lícita; sus leyes no autorizaban nada de eso, ni siquiera permitían los fusilamientos. Podrían haberlo hecho, ¡cómo no! Al fin y al cabo, la tortura era de lo más normal en la muy católica Edad Media, y en años recientes el Estado de Israel discutió seriamente la legalización de ciertas torturas, y ya ha legalizado algunos tormentos. En fin, que a nosotros nos parezca que torturar y asesinar a sangre fría esté mal, no significa que todas las personas compartan esos valores. El problema es que, en nuestra sociedad, torturar y asesinar sí eran (confiamos que lo sigan siendo, al menos para la mayoría) acciones repudiadas. Por eso las acciones de la dictadura debían ser clandestinas: ellos hacían por las noches todo lo que repudiaban de día.
No siempre fue así. La dictadura de Uriburu, por ejemplo, dictó un bando en el que se condenaba a morir fusilado a todo aquel que tomara las armas. Esto nos puede parecer ilegítimo, pero en términos de las leyes de la dictadura, era legal. Y por eso, Rodolfo Walsh pudo demostrar –en Operación Masacre, un libro magistral– lo ilegal de los fusilamientos de José León Suárez: los detenidos habían sido apresados antes de que se dictara el bando. Los dictadores de 1976 violaron no solo la Constitución que habían jurado defender, sino también a las mismísimas leyes que ellos promulgaron. Y comparado con lo que vendría en 1976, los sucesos de 1955 parecen un juego de niños. Se trata, ni más ni menos, que de la diferencia entre una dictadura represiva (que ilegaliza a los partidos políticos, encarcela a los opositores, persigue a los sindicalistas) y un estado terrorista (que hace «desaparecer» ciudadanos, asesina a los opositores, y secuestra y tortura a quienes se le antoja).
Sin embargo, el terrorismo de estado no fue un rayo caído de un cielo sereno. Se fue gestando lentamente. El primer centro clandestino de detención fue creado en 1974, durante el gobierno democrático de Isabel Perón, y bajo el amparo de López Rega. En 1975 (todavía bajo un gobierno formalmente democrático), se crearon seis centros más, y la Triple A operaba con total impunidad.
Por supuesto, el terror apañado por el estado –antes de 1975– se convierte en terrorismo de estado en 1976: ese año hay registrados 610 centros clandestinos de detención. El terrorismo de estado propiamente dicho recién se instala a partir de 1976; pero las tendencias que lo hicieron posible venían de antes, y provenían de un gobierno democrático.
¿Existió la «amenaza subversiva»?
Los militares invocaban a la «subversión» como la «amenaza» que el golpe intentaba contrarrestar.
Hay quienes, cuestionando los métodos empleados por la represión estatal y paraestatal, aseguran que era imperioso combatir a la «subversión». Cuando estas personas emplean la palabra, están queriendo decir «organizaciones armadas», «fuerzas guerrilleras». La lógica sería más o menos la siguiente: el estado tenía derecho a reprimir por la fuerza a quienes tomaban las armas, pero no a quienes protestaban y luchaban pacíficamente.
Quienes defienden esta posición tienen dos inconvenientes: el primero es si efectivamente la «subversión» armada representaba en 1976 una amenaza real; el segundo, si era ese el concepto que las Fuerzas Armadas tenían de la subversión. Y bien… A la primera cuestión hay que responder con un rotundo no. Todas las organizaciones guerrilleras que se habían expandido en los primeros setentas estaban en declive para 1976. El ERP –considerado por el Ejército como la organización con mayor capacidad militar– ya había abandonado el único foco rural en Tucumán, y estaba poco menos que diezmado luego del fracasado asalto al cuartel de Monte Chingolo. Montoneros estaba también en retirada, y las organizaciones menores prácticamente ya no existían.
No hay dudas de que la amenaza representada por la guerrilla era mínima en 1976, y al respecto me gustaría citar las palabras del teniente Urien, un digno oficial que fuera destituido de su cargo por oponerse a la represión ilegal: “Cuando llegué a Tucumán, creía como los demás oficiales jóvenes, que entrábamos en guerra. Pero cuando encontré que ellos eran 67 y nosotros más de 4.000 no pude dejar de preguntarme: ¿qué carajo estamos haciendo nosotros aquí? Fue todo una gran pantalla […] No querían eliminar al enemigo. Querían tener un problema latente como pretexto del golpe”1.
Ahora hay que pasar al segundo punto: ¿quiénes eran «la subversión» desde la óptica de los militares? Como queda perfectamente claro en las obras de los ideólogos locales de la guerra antisubversiva, la «subversión» no era para las Fuerzas Armadas únicamente quienes empuñaran las armas: estos grupos eran considerados meramente la punta del iceberg. Por debajo de ellos, y conformando un continuum, eran considerados subversivos los militantes de la izquierda no armada, los delegados sindicales combativos, los activistas de centros de estudiantes, los curas progresistas, los profesores con ideas «izquierdistas», etc. Dicho de otro modo, subversivo era todo aquel que intentara organizar autónomamente a algún sector popular, que reclamara por sus derechos o pensara con cabeza propia.
En fin, un número impresionante de víctimas de la dictadura fueron militantes de organizaciones sociales, sindicales o políticas no armadas. Pero no fueron víctimas por error. Ellos eran el verdadero blanco de la represión.
La mentira de la «guerra sucia»
Algunos de los defensores del accionar de las Fuerzas Armadas en los 70 intentan justificar lo sucedido planteando que se trató de una guerra: una «guerra sucia contra la subversión».
Pues bien, no está aquí en discusión si las Fuerzas Armadas tenían o no derecho a defenderse de lo que era un ataque. Pero una cosa es balear guerrilleros en un combate abierto, y otra muy distinta ejecutar a personas desarmadas, crear centros clandestinos de detención, torturar sistemáticamente o apropiarse de los hijos de las víctimas. El punto aquí es el siguiente: militares y guerrilleros perseguían objetivos políticos diferentes. Usted o yo podemos simpatizar con uno u otro de esos objetivos. Podemos incluso aceptar que, en ciertas circunstancias, el uso de la violencia es legítimo (seamos honestos: en todas las escuelas se conmemora y legitima la violencia empleada por San Martín para liberarnos). Pero que la violencia sea aceptable en algunas circunstancias, ¿convierte en igualmente aceptable cualquier acto violento? Definitivamente no. Existen los «crímenes de guerra». Es dudoso que en Argentina haya habido una «guerra» en 1976: de ser así, sería una guerra muy extraña, en la que los campos de batalla eran camas de tortura. Pero aun aceptando la falsa idea de que hubo una guerra, resulta indudable que los militares cometieron todo tipo de «crímenes de guerra», y que los cometieron de manera sistemática y planificada: no fueron errores o excesos, como intentaron argumentar. Todo esto puede ser muy doloroso, pero es un hecho. El mismo general Martín Balza, en su calidad de comandante en Jefe del Ejército, reconoció el carácter planificado de la represión clandestina, y se disculpó por ello. Como dicen los juristas: a confesión de parte, relevo de pruebas.
El mito de los «dos demonios»
Los militares intentaron justificar el golpe de estado del 76 invocando la «amenaza» que significaba la «subversión». Había que salvar a la patria de los subversivos, y en nombre de esta «buena causa» se podía disculpar el asesinato de la democracia (y muchos asesinatos más, esta vez menos metafóricos). En los últimos años, han sido pocos los que se atrevieron a disculpar a los militares por sus actos, pero han sido muchos los que aceptaron el diagnóstico: la «subversión» era un problema. Algo había que hacer, pero a los milicos se les fue la mano. El –por otras razones– merecidamente célebre informe de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), más conocido como Nunca Más, es uno de los escritos fundantes de la llamada «teoría de los dos demonios». Allí podemos leer que “durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. En resumidas cuentas, la teoría dice que en la Argentina de los años 70 imperaba el terror, provocado desde la derecha y desde la izquierda, desde el estado y desde las organizaciones revolucionarias. Atrapada entre estos dos campos estaba el grueso de la población, víctima inocente de los «dos demonios».
Por supuesto, el Nunca Más carga las tintas sobre el terrorismo de estado: “a los delitos terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”. Pero también instala la idea de que existió –y que fue importante– un terrorismo de izquierda.2
Comencemos por el principio. ¿Qué es el terrorismo? Es una palabra muy de moda, pero quizás por ello ha perdido todo significado. Hoy en día «terrorista» es un término que los EE.UU. endilgan a todo aquel que no le simpatiza. Sin embargo, está –o estaba– bastante claro lo que es un acto terrorista: un acto de violencia extrema que tiene como blanco a la población civil (no combatiente) con la finalidad de exterminarla, o de infundir un pánico masivo.3 Bien, el terrorismo implica violencia, pero no cualquier acto violento es terrorista.
Los campos de concentración nazis eran campos terroristas. Las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki fueron actos terroristas. De hecho, durante la Segunda Guerra Mundial, ambos bandos cometieron actos de terrorismo a gran escala: ¿qué otra cosa eran, si no, los bombardeos de ciudades? Es obvio que no eran blancos militares, salvo que se considere a la población civil un blanco militar. También son actos terroristas, por supuesto, estrellar aviones contra rascacielos.
Pues bien, en la Argentina de los años 70 existieron muchas organizaciones político-militares de orientación peronista o marxista. Eran organizaciones que practicaban la violencia política, en un contexto en el que la violencia política era corriente. Hay que insistir en esto: en los 60 y 70 el empleo de las armas con fines políticos formaba parte del «repertorio» de opciones aceptables. Los militares usaban los tanques para tomar el poder del estado, las guerrillas empleaban fusiles para intentar derrocarlos. No hay que olvidar que la mayoría de las organizaciones armadas izquierdistas se había formado con la finalidad de operar en el contexto de dictaduras militares, con la finalidad de derrocarlas. No eran, pues, «grupos violentos que venían a alterar la paz»: eran más bien una respuesta popular a una violencia desatada desde arriba.
¿Eran terroristas? Claramente no. No atacaban a la sociedad civil. Contrariamente al mito difundido por la derecha, no existieron ni bombas en las escuelas (salvo como los chistes que se siguen haciendo), ni en los hospitales, ni el subterráneo. Atacaban cuarteles y otros blancos militares, o asaltaban policías (para quitarles las armas). Practicaron secuestros de grandes empresarios y ejecutivos, para conseguir fondos para la causa. Y repartían alimentos expropiados en las «villas miseria». Algunas de las organizaciones armadas –como Montoneros– atacaron a burócratas sindicales y dirigentes políticos corruptos, pero en muy pocos casos. Otras, como el ERP, se negaron a usar las armas contra los rivales políticos: a los políticos se los vencía políticamente, a los militares militarmente, era la consigna. En algunas de sus acciones murieron civiles, pero el objetivo no eran ellos. Desde luego que algunas de sus acciones provocaron víctimas inocentes. Pero esto sucede siempre: son los lamentables costos de la violencia política. Y en cuanto a la violencia y sus costos, hay que recordar que también los pagaron San Martín y Belgrano para independizarnos de España.
En los 70, hubo violencia de los dos lados, de izquierda y de derecha; desde el estado y las bandas paramilitares, y desde las organizaciones populares. Pero solo un bando –el estado y las organizaciones paramilitares derechistas, como La Triple A– practicó la tortura, la apropiación de bebés y la desaparición de personas. El accionar de uno y otro bando fue por completo diferente. Por lo demás, no hay comparación posible entre las muertes causadas por la violencia estatal o paraestatal y la violencia guerrillera.
En síntesis, en la Argentina de los 70 existieron muchas organizaciones que buscaban un cambio social profundo. Algunas de ellas fueron guerrilleras, pero estas –salvo contadísimas excepciones– nunca recurrieron al terrorismo, y en 1976 ya habían sido aniquiladas. Practicaban la violencia, no el terror. Se puede discutir sus objetivos políticos (la sociedad a que aspiraban). Se puede también discutir si el empleo de la violencia es aceptable en algunos casos como mal necesario, o si siempre debe ser rechazado (pacifismo). Pero acusar de terroristas a los militantes de las guerrillas setentistas es faltar a la verdad histórica. Poniendo las cosas blanco sobre negro, en Argentina no hubo nada parecido a los atentados de la ETA en España o del IRA en Reino Unido.
Equivocados o no (es fácil la sabiduría retrospectiva), los combatientes de izquierda se jugaban la vida por sus ideales: querían una sociedad y un mundo más igualitarios, más justos, sin la pobreza desoladora que aún hoy impera. Algunos hubieran dicho que querían un mundo auténticamente democrático. Las fuerzas represivas, en cambio, ¿qué ideales defendían? “Dios y la patria”, dirán algunos. Pero estos son conceptos tan vagos y elusivos que poco significan: casi no hay persona que no tenga patria, ni soldado que no le rece a algún Dios. En fin, que tras los eslóganes de Dios y la patria se escondía la mísera defensa de los privilegios, de las injusticias, de la pobreza de muchos como condición necesaria de la opulencia de pocos.
Definitivamente no. Unos y otros no eran lo mismo: ni por los objetivos que perseguían, ni por los métodos que empleaban. Unos se inspiraban en el Che Guevara, símbolo mundial del héroe revolucionario, del idealismo desinteresado, de quien se juega por sus ideas, de las aspiraciones de justicia e igualdad. Los otros simpatizaban con Hitler o Franco, condensación del autoritarismo, la intolerancia, la inescrupulosidad y el racismo.
Características de la represión
Hay mucha gente que piensa que la «subversión» era efectivamente una amenaza, pero que los militares «se pasaron de la raya»: en vez de llevar adelante una represión selectiva, habrían desencadenado una represión indiscriminada. Esta posición tiene un aspecto indefendible, cuanto menos en algunas de sus formulaciones: torturar, ejecutar prisioneros indefensos, apropiarse de niños, repartirse el «botín», son acciones condenables sean quienes sean los que las ejecuten; pero también, sean quienes sean sus destinatarios. El problema es que los militares asesinaban a sangre fría, torturaban, arrojaban personas vivas al mar y un largo etcétera, y no que esto se lo hicieran incluso a personas supuestamente «inocentes». ¿Hacérselo sólo a los guerrilleros hubiera estado bien?
Pero aquí quisiera tocar otro aspecto. Cuando se dice que la represión fue indiscriminada porque afectó a un número impresionante de personas que no militaban en organizaciones armadas, simplemente se está olvidando que los militares tenían una idea mucho más amplia de lo que era ser «subversivo». Para ellos, un libro como El principito formaba parte de la literatura subversiva…
Puesto que los militares nunca tuvieron como blanco exclusivo a las organizaciones armadas, la represión no fue exactamente indiscriminada. El terror se desencadenó casi exclusivamente sobre los militantes y activistas de izquierda (de la izquierda marxista y peronista), y sobre todos los activistas y organizadores sindicales, barriales y/o populares. Fue una represión masiva (por las dimensiones que tomó) pero, al mismo tiempo, selectiva. Este carácter «selectivo» es lo que explica que pudiera instalarse ampliamente la cultura del «por algo será», «algo habrán hecho», «conmigo los militares nunca se metieron». Por supuesto, quien jamás había participado –ni pensaba participar– de alguna manifestación política, quien nunca protestaba por nada, quien aceptaba mansamente que los que habían mandado siempre siguieran mandando… a esos y esas no les pasó nada. Es decir, no cayeron víctimas del terrorismo de estado. Pero sí serían víctimas del terrorismo económico, de consecuencias tanto o más graves, aunque a largo plazo.
El autoritarismo –la prohibición de libros y música, la prepotencia militar, los controles policiales, las razzias en los boliches, el «toque de queda», etc.– fue padecido por el conjunto de la sociedad argentina, pero el terrorismo –las ejecuciones sumarias, las «desapariciones», la tortura, la detención en centros clandestinos, etc.– sólo afectó de manera directa a una parte bastante bien delimitada de la población.
Así se comprende la macabra eficacia de la «desaparición de personas»: causaba espanto, terror y desesperación entre los amigos, familiares y compañeros de las víctimas, que no sabían dónde estaban ni en qué situación se encontraban; al tiempo que permitía que muchas personas no se enteraran de lo que estaba sucediendo. El gobierno incluso podía regodearse diciendo que casi no tenía presos políticos ni había dictado penas de muerte. Las detenciones y las muertes eran clandestinas.
Y aquí hay que tocar un hecho ríspido y doloroso. El terrorismo de estado pudo ser selectivo porque buena parte de la sociedad argentina toleró a los dictadores, les dio aire con su silencio y su pasividad, se negó a ver y creer lo que estaba sucediendo. Las víctimas del terrorismo de estado fueron muchísimas. Pero lamentablemente también fueron muchísimos los que toleraron esa práctica política. Ningún estado puede desatar acciones semejantes si no cuenta con el aval de una parte considerable –aunque no necesariamente mayoritaria– de la población. Es esta una verdad triste, incómoda, pero es una verdad al fin. Y como educadores, creo que debemos enseñar que somos responsables por nuestras acciones, pero también por nuestras omisiones.
¿Qué «proponían» los dictadores?
El terror ejercido por el estado nos parece hoy tan aberrante, tan falto de humanidad, tan escandalosamente macabro, que resulta tentador recurrir a explicaciones de orden psicológico: sólo se entiende como un rapto de paranoia colectiva entre los altos mandos militares. Sin embargo, el golpe no fue una acción desesperada, ni mucho menos improvisada. Fue meticulosamente planificado durante al menos seis meses, y una impresionante campaña mediática se encargó de preparar el terreno para hacerlo aceptable ante la opinión pública. Cuando llegaron al poder, los militares ya tenían decidido y planificado el establecimiento del terrorismo a gran escala.
¿Por qué lo hicieron? ¿No hubiera sido más fácil y «pulcro» reprimir legalmente? No. Dadas las ideas imperantes en la Argentina, y dada la escala en que debían reprimir y la forma en que pensaban llevarlo a cabo, hacerlo legalmente y a la luz del día hubiera sido imposible. Esto por varias razones:
1) Había que reprimir a muchísimas personas. 30 mil desaparecidos es una cifra escalofriante, y más escalofriante es la condición de desaparecido: ni vivo ni muerto, sino «desaparecido». Pero a ellos hay que agregar cientos de «muertos en combate» (que no están desaparecidos), miles de detenidos (legalmente) y decenas de miles de exiliados.
2) A muchas de las personas que podían tolerar un gobierno militar, les hubiera parecido inaudito que ese gobierno torturase, asesinase a personas indefensas, o las hiciera «desaparecer». No existen dudas respecto a que los militares tenían perfecta conciencia de lo que se proponían y de lo que implicaba. Para demostrarlo, voy a citar al propio general Videla, primer presidente de facto del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, y principal organizador del terrorismo de estado: “No, no se podía fusilar. Pongamos un número, pongamos cinco mil. La sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario, y así hasta cinco mil. No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en esto. Y el que no estuvo de acuerdo se fue. ¿Dar a conocer dónde están los restos? ¿Pero qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo”4.
Pero si la represión debía tomar una escala tan masiva (aunque ciertamente no indiscriminada), ello se debía a los objetivos que los militares perseguían. ¿Qué se proponían entonces? Nada más y nada menos que una reestructuración global de la sociedad argentina que, comenzando por el modelo de acumulación, habría de afectar a la educación, la salud y a la misma legislación. Los militares se proponían poner fin al modelo de industrialización sustitutiva de importaciones, y así acabar con los días de pleno empleo, salarios más o menos elevados, educación y salud de calidad al alcance de todos o al menos de la mayoría. En síntesis, los militares fueron los precursores de lo que, andando el tiempo, se dio en llamar neoliberalismo. Y por supuesto, si se pretendía reducir drásticamente los ingresos de los asalariados, concentrar la riqueza en una escala hasta entonces desconocida en Argentina, implantar un importante porcentaje de desocupados como segmento disciplinador del mercado laboral, y reducir los fondos de salud y educación, era evidente que quienes lo intentaran encontrarían una dura resistencia. Esto quedó muy claro en junio de 1975, cuando el ministro de economía de Isabel Perón, Celestino Rodrigo, dictó una serie de medidas económicas sumamente impopulares (el Rodrigazo), la cual desató una huelga general de 72 horas que sobrepasó a la burocrática conducción de la CGT, obligando al gobierno a dar marcha atrás. A partir de ese momento, a los ideólogos de la derecha –si todavía tenían alguna duda– se les hizo evidente que en la Argentina no sería posible empobrecer masivamente a la población y concentrar los ingresos nacionales en pocas manos sin recurrir a una fuerza extrema. Años después, Naomi Klein reflexionaría larga y agudamente en torno a la doctrina del shock en su libro homónimo, pero las terapias políticas de shock ya estaban en marcha con las dictaduras latinoamericanas, que asumían que la resistencia popular podía ser reducida a casi nada si se descabezaba a los activistas sociales, fabriles, sindicales o estudiantiles. Y eso fue, precisamente, lo que hicieron los militares.
Pero los militares no actuaron solos: detrás de ellos había un buen número de civiles que los instigaron, apoyaron y orientaron. Entre estos civiles estaba la mayoría de los todopoderosos empresarios, que en los años por venir amasarían fortunas de novela, o mejor dicho, de película de terror. Con el gobierno terrorista colaboraron también cientos de políticos radicales y, en menor medida, peronistas, que ocuparon puestos de gobernadores, intendentes o ministros.
Los militares procesistas dieron la cara. Fueron, fieles a sí mismos, los «tontos útiles». Pero los que se beneficiaron con sus acciones fueron los empresarios más poderosos de nuestro país y del exterior.
Es cierto que el modelo de acumulación por sustitución de importaciones estaba en problemas: Argentina se rezagaba como país industrial, crecía el déficit fiscal, y las tasas de ganancias tendían a decaer. Pero la introducción de las reformas neoliberales no era la única alternativa posible. Las crisis económicas impulsan a cambiar, pero no definen por sí mismas el sentido de los cambios. Y tampoco establecen quiénes ganarán y quiénes perderán. Una banda de astutos empresarios y serviles generales hicieron que perdiera la gran mayoría del pueblo argentino, y ganara –mucho, muchísimo– un puñado de «vivos», como Yabrán, Pescarmona, Macri, o Fortabat.
Unos cuantos datos ilustran más que mil palabras el significado económico que tuvo la dictadura del Proceso para el conjunto del país:
– La deuda externa pasó de 8.085 millones de dólares en 1975, a 45.087 millones en 1983.
– Los salarios reales disminuyeron un 40% entre 1975 y 1981.
– Los hogares pobres pasaron de ser el 2,6% del total en 1975, al 25,3% en 1983.
– La participación de los asalariados en el reparto del ingreso nacional cayó de un 50% (en los años ‘70) a un 17% en los años 90.
¿Cómo llamar a esto, sino terrorismo económico?
“Con los milicos estábamos mejor”
La frase que abre este apartado todavía hoy es escuchada. ¿Qué tiene de cierto? Nada. Puesto que la situación económica argentina conoce un declive desde al menos los primeros años 60, es obvio que, cuanto más al pasado nos remontemos, las cosas estaban algo mejor. Por otra parte, es por completo falso que, con los militares, había mayor seguridad, menos robos, menos delincuencia. Nunca hubo, de hecho, tantos crímenes como en ese período. Pero esos crímenes no salían en los diarios, no eran mostrados en la TV. La dictadura fue, entre otras cosas, un gran manto de ocultamiento.
Por cierto, los militares crearon una pequeña burbuja de bonanza económica, lo que en su tiempo se llamó «la plata dulce». Muchas personas aprovecharon esa situación de dólar barato y timba financiera, por ejemplo, para viajar al extranjero o comprar productos importados de alta gama. Pero todo era un show: tras la aparente prosperidad (que no era otra cosa que la prosperidad del dilapidador), se ocultaba un verdadero descalabro económico, al que nos hemos referido en el parágrafo anterior. Un descalabro que tenía a la deuda externa como protagonista clave.
La dictadura, ¿quedó definitivamente atrás?
En 1983, desacreditados por la crisis económico-social y la debacle de Malvinas, los militares abandonaron el poder. Se reinstaló la democracia. Muchos creyeron que la pesadilla de la dictadura había quedado atrás. Pero se equivocaron. Lo que pudo haber quedado atrás, como actitud manifiesta, es el gobierno dictatorial y el terrorismo de estado. Pero uno y otro subsisten como amenaza latente, como temor instalado. Por sobre todas las cosas, lo que sobrevive es el tipo de economía y el tipo de sociedad que los militares comenzaron a instalar: una sociedad basada en el individualismo, y una economía cuyo paradigma es que los ricos tienen derecho a hacerse cada vez más ricos, mientras los pobres están condenados a ser cada vez más pobres. Las reformas neoliberales de Menem –hoy muy criticadas, pero poco revertidas– no hubieran sido posibles sin el camino allanado que les dejó la dictadura militar y el terrorismo de estado: una deuda externa tan enorme como ilegítima, un país desindustrializado y reprimarizado, una generación entera de activistas e intelectuales exterminada o exiliada, una cultura del miedo y del individualismo firmemente arraigada, una pobreza –cercana al 40% de la población– que convierte a sus víctimas en siervos y clientes de los poderosos, extrema concentración de la riqueza y el poder en unas pocas manos… ¡niños desnutridos en un país exportador neto de alimentos!
Todo esto nos legó la dictadura. Casi nada ha revertido la democracia. Esa es la deuda. Y mientras las cosas sigan así, esta democracia será lo que a muchos nos parece que es: no mucho más que una farsa.
NOTAS:
1 Cit. en L. Caraballo, N. Charlier y L. Garulli, La Dictadura (1976-1983). Testimonios y documentos, Bs. As., Publicaciones Ciclo Básico Común (UBA), 1996, p. 58.
2 En 2006, al cumplirse el 30° aniversario del golpe, con Néstor Kirchner como presidente, el Nunca más fue reeditado y la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación le agregó un nuevo prólogo, distanciándose de la teoría de los dos demonios planteada por Ernesto Sábato en el prefacio original de 1984.
3 Véase Eric Hobsbawm, “La barbarie en el siglo XX: manual del usuario”, en Sobre la Historia, Barcelona, Crítica, 1999.
4 Declaraciones de Videla a la periodista María Seoane –con fecha 25 de agosto de 1998– reproducidas en M. Seoane y V. Muleiro, El Dictador. La historia secreta y pública de Jorge Rafael Videla, Bs. As., Sudamericana, 2001, p. 215.