Ariel Petruccelli nos invita a refexionar: «Las cosas cambian. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo sabemos. Pero no todos los cambios son buenos, no todo lo nuevo es viable a largo plazo y no todo lo que desaparece debería hacerlo. Ahora, cuando la amenaza de un colapso civilizatorio pende sobre nuestras cabezas, la estrategia del avestruz no parece ni oportuna ni sensata. La eterna huida hacia adelante del capitalismo del desastre nos lleva al abismo. Y la nave va». Reproducimos esta nota publicada originamente en el link ¿Qué intelectuales? para su debate
Por Ariel Patruccelli
Todos los conceptos, por claros y distintos que se nos presenten en el pensamiento, suelen hacer referencia a realidades cuyos límites son muchos menos nítidos y sus figuras mucho más borrosas. Si toda palabra entraña alguna dosis de ambigüedad, algunas son más ambiguas que otras. Y cualquier palabra puede ser dotada de significados no solo distintos, sino directamente opuestos. Así por ejemplo, aunque “asesino” refiere literalmente a alguien que ha matado a otra persona y, como concepto, posee una connotación claramente negativa (por eso se acostumbra no llamar asesino a quien mata en una guerra); metafóricamente se le puede dar un significado positivo, como cuando se dice que un goleador es un “asesino”. Todas las palabras, pues, son ambiguas, y todas pueden tener disímiles resonancias valorativas. “Fascista” puede ser, según los casos o los contextos, una descripción adecuada –o errada– de una persona o de un régimen; un insulto; un elogio. Pero por azares históricos algunas palabras son especialmente ambiguas o polisémicas. “Intelectuales” es una de ellas.
Motivo de orgullo u objeto de escarnio, la figura del intelectual es siempre sospechosa. Los intelectuales mismos suelen dudar eternamente respecto a si identificarse o no como tales. La distinción entre quienes son intelectuales y quienes no lo son no es una cuestión de todo o nada. En la especie humana, incluso la más simple actividad manual presupone cierto grado de conocimiento y de proyección intelectual. Eso es lo que distingue al peor albañil de la mejor abeja, para recordar la célebre comparación de Marx. En este sentido, los seres humanos somos intelectuales, sin excepción. Sin embargo, aunque la diferencia sea de grado, más que de sustancia, parece evidente que no es lo mismo dedicarse a una actividad fundamentalmente manual (aunque incluya una faceta intelectual) que hacer lo propio con una actividad principalmente intelectual (aunque, desde luego, la misma incluya algún componente manual). Digamos, para ejemplificar, que parece haber diferencias significativas entre la carpintería y la docencia, aunque las mismas no sean tajantes y se tornen aún más borrosas en el caso de los maestros de carpintería. Sin embargo, muchas veces se emplea la palabra intelectual para dar cuenta no solo de aquel segmento de la población que se ocupa de actividades que suponen más habilidades mentales que corporales, sino de algo aun más específico. En este sentido, intelectuales serían aquellas personas que no solo trabajan principalmente con ideas, sino aquellas que lo hacen procurando intervenir en la arena pública, apelando e interpelando a la ciudadanía respecto de ciertos problemas colectivos. Tenemos, pues, tres significados diferentes de “intelectuales”. Al primero lo podemos denominar antropológico, al segundo sociológico y al tercero político.
Hasta aquí todo parecería relativamente claro. Pero las cosas suelen ser más complejas de lo que parecen. La etiqueta “intelectual” no suele ser empleada en el primer sentido arriba expuesto (antropológico). Esto posiblemente se deba a su carácter trivial; pero puede que el menosprecio de este primer significado nos esté privando de algo importante, como trataré de argumentar en breve. La concepción sociológica de la intelectualidad –la intelligentsia– presenta ante una primera inspección cierto problema, que podemos exponer con un ejemplo: casi nadie diría que una maestra es una intelectual en el mismo sentido en que lo es una científica. Se supone, como mínimo, que el segundo es un trabajo más complejo. Esto nos habla de una cierta jerarquía al interior de la intelectualidad en el amplio sentido sociológico. Jerarquía que posee tanto componentes reales (por ejemplo prestigio e ingresos diferentes) como ilusorios (no siempre es cierto que el trabajo de una maestra sea más sencillo que el de un científico). Finalmente, es obvio que los intelectuales entendidos en el sentido que hemos denominado político pueden tener muy diferentes ideas, posicionamientos y perspectivas.
Ahora bien, sea cual sea la actividad a la que nos dediquemos, podemos desarrollar (o no hacerlo) una inclinación fuertemente reflexiva sobre la misma. Para entendernos, acaso convenga diferenciar al “mecánico” del “saca piezas”. El mecánico es alguien que comprende cómo funcionan los motores. Aunque nunca haya escuchado la palabra “teoría”, posee -lo sepa o no- una teoría de los motores. Por ello, llegado el caso, puede arreglárselas muy bien con un motor al que nunca antes hubiera visto. El saca piezas carece de este conocimiento teórico. Puede reproducir mecánicamente operaciones ya conocidas, pero se hallará ante dificultades insuperables al toparse con un motor al que no hubiera visto nunca antes. Por otra parte, tanto un mecánico como un saca piezas pueden tener mayor o menor inclinación a reflexionar sobre su situación y, llegado el caso, a pensar detenidamente mucho más allá de su inmediatez. Para decirlo tajantemente, hay gente común y corriente que filosofa mucho más que algunos filósofos profesionales. Las personas que acostumbran reflexionar sobre lo que hacen o experimentan están filosofando, se están comportando como intelectuales en un sentido no trivial. Por otra parte, ciertas actividades intelectuales pueden ser tan mecanicistas y tan poco reflexivas como las de los saca piezas. En ocasiones, en un taller mecánico puede haber más actividad teórica que en un aula universitaria o en una oficina del Conicet. Y no lo digo metafóricamente.
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La discusión sobre los intelectuales en general, y sobre los intelectuales de izquierda en particular, aparece de manera intermitente en el espacio público. En los últimos años muchas veces la pregunta que dispara estas intervenciones suele ser “¿dónde están los intelectuales?”. La pregunta no es baladí porque lo que se observa en las últimas décadas es, a la vez, una ampliación sin precedentes de los intelectuales como grupo sociológico y una reducción de los intelectuales en el sentido político. Para decirlo claramente: nunca antes hubo tanta gente dedicada a la docencia y la investigación; pero la voluntad de intervención pública de estos “intelectuales” es menos que modesta. Esquemáticamente: los académicos han reemplazado a los intelectuales. Desde luego que hay excepciones, pero la tendencia general es nítida y de largo alcance.
Pero esto no es todo. Porque junto a la retracción hacia lo privado o lo profesional del grueso de la intelectualidad sociológica, también parece estar sucediendo otro fenómeno de masas: cierta disminución de la reflexividad social o, cuanto menos, cierta tendencia a la superficialidad reflexiva. No parece casual que dos de los intelectuales más populares e influyentes a nivel mundial en la actualidad sean Byung Chul-Han y Yuval Harari. Puede que tengan poco en común, pero comparten un rasgo fundamental: la superficialidad. En nuestro país, a uno y otro lado de la “grieta” lo que proliferan son discursos cada vez más simplistas. La nota periodística típica tiene una extensión apenas superior a los “copetes” de antaño. Maniqueísmo y pobreza franciscana parecerían ser las notas dominantes del discurso político actual. Si Perry Anderson pudo decir en el año 2000 que los niveles de escritura del momento “hubieran dejado sin habla a Marx o a Morris”, ¿qué cabría decir de la “Twitter política”? El siguiente pasaje de Nicholas Carr (al igual que su obra entera), debería cuando menos ponernos en alerta:
«Lo que estamos experimentando es, en sentido metafórico, lo opuesto a la trayectoria que seguimos a principios de la civilización: estamos evolucionando de ser cultivadores de conocimiento personal a cazadores recolectores en un bosque de datos electrónicos [1].»
Entre tanto, quienes en teoría dispondrían de los recursos para hacer el debate público menos simplista y más profundo –los intelectuales– continúan refugiados en sus carreras profesionales privadas. Contra lo que cabría esperar –ahora que se supone que toda la información está disponible en internet– los trabajos académicos de los últimos lustros son menos eruditos que antes: esta es la contra-intuitiva pero no del todo sorprendente conclusión a la que arribó un estudio publicado en 2008. [2] El filósofo estrella de Sillicon Valley puede afirmar muy suelto de cuerpo que él no lee libros, al tiempo que los ideólogos de Microsoft difunden sin descaro las virtudes de la educación virtual que implementan por igual gobiernos conservadores y progresistas, populistas y liberales. Mientras hasta los niños que aún no han aprendido a hablar pueden enviar videos desde un móvil, los estudiantes universitarios experimentan dificultades gigantescas para leer un libro (no hablemos ya de comprenderlo). La urgencia y la dispersión, la distracción y la inmediatez, lo visual y lo superficial dominan el panorama. La lectura pausada, la reflexión profunda y el pensamiento calmo parecen cada vez más reliquias del pasado.
¿Deberíamos preocuparnos? ¡Deberíamos!
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Qué pueda llegar a ser la humanidad no es cosa escrita de antemano. Nuestra plasticidad como especie permite innumerables posibilidades, muchos tipos diferentes de sociedades posibles. Pero ello no nos exime de la responsabilidad de elegir en qué sociedad queremos vivir.
Las cosas cambian. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo sabemos. Pero no todos los cambios son buenos, no todo lo nuevo es viable a largo plazo y no todo lo que desaparece debería hacerlo. Ahora, cuando la amenaza de un colapso civilizatorio pende sobre nuestras cabezas, la estrategia del avestruz no parece ni oportuna ni sensata. La eterna huida hacia adelante del capitalismo del desastre nos lleva al abismo. Y la nave va.
Sería mítico pensar que en el pasado la investigación rigurosa, el fermento de la duda, la disposición al diálogo, la moderación en el juicio o el espíritu crítico tuvieron la partida fácil. Más bien al contrario. Pero no faltan razones para pensar que estos valores se diluyen día tras día. Y estos valores –aunque puedan ser cultivados por diferentes tradiciones políticas o culturales y anclar en diferentes grupos y clases sociales– son particularmente importantes para la izquierda, para la clase trabajadora y para cualquier grupo oprimido. Esto no significa, ni mucho menos, que la izquierda o los trabajadores los hayan desarrollado siempre. Significa que, de no cultivarlos, no es viable acabar con la explotación y la opresión, construir un mundo de igualdad y libertad. Una izquierda sin pensamiento crítico (y el pensamiento crítico es profundo por definición) se anula a sí misma. Los marxistas nunca creyeron que se pudiera llegar al socialismo por medio de un puro proceso educativo de las masas o convenciendo a la clase dominante de que estaba equivocada. Esta es, de hecho, la conclusión a la que se arriba mirando la historia: ninguna clase o grupo privilegiado renuncia a sus privilegios sin resistirse. El realismo marxista sabía que la lucha es inevitable si se quiere cambiar las cosas. Pero a veces se olvida con demasiada ligereza que lo que es válido para las clases y grupos no lo es necesariamente para los individuos. Individuos de las clases poseedoras podían no solo renunciar a sus privilegios, sino unirse a los explotados insurgentes. Y con no menos ligereza también suele olvidarse que la verdad y la razón son mucho más importantes para los dominados que para los dominadores. El fascismo puede prescindir en gran medida de la reflexión profunda. De hecho debe hacerlo: quien tenga una mentalidad fuertemente reflexiva difícilmente se vea atraído por el fascismo (Heidegger es una excepción, no la regla). El fascismo florece mejor en medio del ruido, los gritos, las emociones tribales. El capitalismo explota descaradamente las emociones (y las pervierte); la industria publicitaria lo sabe muy bien. También fragmenta el saber para hacerlo esencialmente instrumental. Sin renunciar por completo a lo emocional y al saber instrumental, la izquierda necesita ante todo pensamiento crítico y profundo con capacidad para interrelacionar lo que se presenta disperso. Pensamiento dialéctico, en definitiva, pero no mitificado. La reflexividad no es necesariamente de izquierdas, por supuesto. Pero la izquierda revolucionaria necesita de la reflexividad de masas como ninguna otra fuerza política. La simpleza de pensamiento favorece a la reacción, no a la revolución.
No son buenos tiempos para la profundidad reflexiva. La histeria de las redes fomenta lo opuesto. Academizado y virtualizado, el pensamiento parece cada vez más domesticado. Pero ningún proceso es lineal, toda tendencia tiene contratendencias y, mientras haya vida, no estará dicha la última palabra.
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En un escrito reciente en el que reseñan el último dossier sobre intelectuales publicado en Argentina, Ariane Díaz y Matías Maiello finalizan su intervención con las siguientes -sugerentes- reflexiones e interrogantes:
«Estos elementos dan fundamentos para pensar que no sea esta vez la izquierda la que se diluya detrás de las diferentes alas encabezadas por fracciones de la burguesía al modo pendular. Al calor del desarrollo de la crisis –con un escenario mundial convulsionado y una tendencia internacional a la lucha de clases que viene tallando desde 2018, aún en forma de revueltas– podemos formular la hipótesis estratégica de que sea la izquierda esta vez la que logre capitalizar rupturas con las variantes de conciliación de clases (fundamentalmente el peronismo en sus distintas vertientes) de una franja de la clase trabajadora argentina –desde su juventud precarizada y lxs desocupadxs hasta los sectores sindicalizados–, del movimiento estudiantil, del movimiento de mujeres, y que sectores de la intelectualidad marxista se unifiquen en un partido revolucionario común con la izquierda clasista. Desde luego, se trata de una hipótesis; dependerá en buena medida de preparar las condiciones y articular las vías para concretarla. Como decía Benjamin en una de las variantes de sus tesis: “Al pensador revolucionario, la oportunidad revolucionaria peculiar de cada instante histórico se le confirma a partir de la situación política. Pero se le confirma también, y no en menor medida, por la clave que da ese instante el poder para abrir un determinado recinto del pasado, completamente clausurado hasta entonces. El ingreso a este recinto coincide estrictamente con la acción política…”. Dicho esto, volvemos a la pregunta que nos hacíamos al principio pero en términos más concretos: ¿podemos pensar un hipotético nuevo momento de cambios en la relación entre agrupamientos intelectuales y voluntad de intervención política desde esta perspectiva?»
Recojo aquí esa “hipótesis” estratégica. Podemos sin ninguna duda pensar en nuevos agrupamientos intelectuales con voluntad de intervención política revolucionaria. Entre pensarlo y realizarlo, claro, puede haber un largo trecho. La pregunta es: ¿cómo deberíamos transitar ese camino?
Díaz y Maiello afirman que en Argentina la izquierda revolucionaria, encarnada electoralmente en el FIT-U, aunque sigue siendo minoritaria ha dejado de ser marginal. Pocas dudas puede haber de ello. Luego de décadas de fragmentación -tantas veces reprochada- y de incidencia electoral testimonial, desde hace una década la izquierda revolucionaria ha logrado una unidad considerable que ha sido recompensada en las urnas. Una unidad más sustantiva es una deuda pendiente. No hay que olvidarlo. Pero quien tenga presente el pasado del que se venía, notará la diferencia. Los recientes resultados electorales ratificaron al FIT-U como tercera fuerza nacional, en la mejor elección de la izquierda radical en la historia del país. Constatemos y celebremos. Pero sin perder la ecuanimidad. La gran elección de la izquierda en 2021 se ve relativizada por tres elementos que no deberían ser menospreciados. El primero es que la debacle electoral del kirchnerismo tuvo lugar a sólo dos años de la debacle electoral del macrismo. En tal contexto, cabría suponer que se daban condiciones ideales para un gran salto político, que no sucedió: lo que hubo fue un paso adelante. Ni más, ni menos. El segundo es que la derecha libertariana también hizo una buena elección. El tercero es cierto desequilibrio entre crecimiento electoral y crecimiento organizativo.
La hegemonía electoral del extremo centro aún no se ha roto, aunque aparecen tendencias radicales a izquierda y derecha de magnitudes electorales de momento bastante parejas. Pero puesto todo en la balanza, una izquierda que ya no es sólo testimonial no es un dato político menor. Y una izquierda consolidada y en crecimiento puede ejercer una gran atracción sobre las capas intelectuales. Intelectualmente, la izquierda siempre resulta atractiva. Cuando se la rechaza o cuestiona casi siempre se lo hace aceptando sus principios pero invocando razones pragmáticas: la correlación de fuerzas, la viabilidad, los sentimientos de las masas, urgencias reales o imaginarias, etc. Sin esperar ningún aluvión, cabe prever una mayor afinidad entre ciertas capas intelectuales y la izquierda radical en los próximos años.
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El previsible acercamiento entre sectores intelectuales y las organizaciones políticas de izquierda, sin embargo, poco nos dice sobre las características sustantivas del mismo, ni implica que las históricas dificultades y los recurrentes desencuentros puedan solucionarse fácilmente. Puede haber un terreno propicio. Pero el partido hay que jugarlo y el resultado es incierto.
Mirada en perspectiva, la situación es mejor que hace unos años. Pero tampoco estamos para tirar manteca al techo. En algunas fuerzas políticas se observan valiosos intentos por ampliar visiones, incorporar nuevas temáticas, propugnar actitudes dialógicas, discutir con seriedad, apuntalar el sentido crítico. Sería de ciegos negarlo. Pero también subsisten bolsones de dogmatismo, actitudes sectarias, tentaciones de comisariado político, resabios de anti-intelectualismo.
Pero al margen de la proporción cuantitativa de intelectuales que guardan algún grado de compromiso con la causa revolucionaria, cabe reflexionar sobre un importante aspecto cualitativo.
El proceso creciente de academización tiene consecuencias políticas. El académico típico es alguien que escribe casi exclusivamente para un público especializado y sobre temas muy acotados (los intelectuales de izquierda, incluso los que son militantes, no escapan del todo a esta regla). Consecuencia casi ineludible de esto es que el debate público pierde riqueza y sofisticación, por un lado, en tanto que la erudición se encausa por estrechos desfiladeros. La intelectualidad de izquierdas debería remar contra la corriente en ambos sentidos. El culto a la especialización ha alcanzado alturas mitológicas. La barbarie del especialismo que decía Ortega. Siguiendo la desmesura propia de la civilización del capital, para la cual parecería no existir el concepto de lo suficiente (crecimiento ilimitado, producción creciente, consumo infinito de cualquier cosa, y así), en el campo intelectual campea a sus anchas la especialización ilimitada y la ilimitada concentración en único objeto de estudio. No se trata, desde luego, de cuestionar todo tipo de especialización. Se trata de reconocer que puede haber exceso de especialización, y que tal exceso entraña consecuencias dañosas, no sólo para la investigación erudita (cada vez más miope) sino para la cultura en general: el culto a los expertos despolitiza en lugar de politizar, y la reflexividad como práctica de masas se empobrece con la retirada de los intelectuales de la arena pública. Una república gobernada por filósofos es un ideal reaccionario. Pero una república en la que todo el mundo filosofe es un ideal genuinamente de izquierdas.
La intelectualidad de izquierdas, pues, debería cultivar una “especialización suficiente” en ciertas temáticas, con capacidad para interrelacionar diferentes aspectos y dimensiones desde una perspectiva anti-capitalista. Debería, pues, ser dialéctica.
Cuando se menta a la dialéctica, muchos intelectuales se ponen en guardia. Razones no les faltan: ha habido tanta mitificación al respecto, se han dicho tantos disparates “dialécticamente”, que es bueno andar con cautela. Se puede dialectizar a los machetazos, y errando los golpes. Sin duda. Pero también se puede dialectizar con precisión y finura. Así como es sano estar alertas ante las mitificaciones y los excesos de la dialéctica, también deberíamos estar alertas ante los mitos de la especialización.
Una práctica intelectual de izquierdas, pues, debería ser respetuosa pero no ingenua respecto a la especialización, procurando trascenderla por medio de un esfuerzo totalizador desde una perspectiva revolucionaria. La primacía del paper debería ser cuestionada, y se debería revalorizar géneros que hoy parecen en vías de extinción, como el ensayo [3]. Se debería conjugar crítica (de lo que hay) con proyectualidad política, estableciendo prácticas que, lejos de reproducir las normas y los criterios de los ambientes académicos, los cuestione teórica y prácticamente, estableciendo modificaciones en la propia conducta individual y colectiva capaces de tender puentes entre el aquí y ahora y la sociedad anhelada.
No se trata, pues, de hacer carrera académica respetando los usos y costumbres del campo y, en paralelo, firmar proclamas revolucionarias o asistir a movilizaciones. Se trata, más bien, de desarrollar prácticas intelectuales que no reproduzcan las lógicas jerárquicas, ultra-especializadas, endogámicas y estrechas de miras del campo académico; mientras se procura ofrecer información pertinente, análisis comprometidos pero no simplistas y criterios analíticos claros a la ciudadanía en general y a la clase trabajadora y los grupos oprimidos en particular. Se trata de dejar de vivir una suerte de vidas paralelas: académicos por las mañanas, militantes por la noche. Buscar una fusión que no sea, tampoco, acrítica mezcolanza.
Sin dejar de apuntalar lo “bueno conocido”, sin ceder a la moda posmoderna de saltar de aquí para allá, sin dejar de asumir tradiciones y de pensar dentro de ellas, se debe tener la osadía de abordar nuevos problemas. Y hacerlo descarnadamente. Estas actitudes pueden ser problemáticas, no hay dudas. Pero el mundo desquiciado en el que vivimos no está para buscar una ilusoria tranquilidad personal. Aunque sí se debería buscar serenidad intelectual. Y a como están las cosas, cuanto más serenamente analicemos el mundo actual, más radicales serán nuestras conclusiones. A quien mire la realidad con ojos limpios no le quedan mucho más que dos opciones: ser cínico o ser revolucionario.
NOTAS AL PIE
[1] Nicholas Carr, Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, Bogotá, Taurus, 2011, p. 123.
[2] James Evans, “Electronic Publication and the Narrowing of Science and Scholarship”, Science, Nro. 321, 2008, pp. 395-399.
[3] El declive de la ensayísitica hace que alguien como Federico Mare, quien posiblemente sea el mejor ensayista de la Argentina –y que además es de izquierdas– sea muy poco conocido. Para muestra, un botón: https://revistakm0.com/2021/06/23/acerca-del-ensayo-y-la-ensayistica/.