A partir de las elecciones a intendente en la Ciudad de Córdoba y las generales en España -ambas celebradas el domingo pasado- Pablo Pozzi se cuestiona sobre si el hecho de votar periódicamente es «democracia», sobre la real diferencia entre candidatos y sobre el fenómeno del crecimiento de la abstención electoral.
Por Pablo Pozzi
Ayer fue un día electoral, por lo menos para los argentinos que no sólo vivimos nuestras elecciones sino también las españolas (y, cuándo no, las italianas). O sea, el domingo pasado hubo elecciones para intendente de la ciudad de Córdoba y también para diputados españoles que decidirán el nuevo gobierno ibérico. Obvio que me quedé pegado mirando a los cordobeses, quizás porque los tengo a 50 kilómetros, o quizás porque no puedo creer en lo que han convertido el acto electoral.
Abreviemos. Luego de una campaña llena de juegos sucios, con acusaciones de vínculos a los narcos (para la coalición Juntos por el Cambio), sospechas de fraude (cambios en circuitos electorales, la posibilidad de reemplazar autoridades de mesas con militantes partidarios del oficialismo), el día anterior a los comicios la Junta electoral municipal declaró que, si bien había obligación legal de votar, aquellos que no lo hicieran no recibirían sanción alguna. Esto luego que la susodicha Junta declaró que la “transparencia de los comicios estaba garantizada”. Obvio que tres horas y media después de cerrados los comicios no había un solo resultado oficial… y eso que esta todo “informatizado”. Una hora antes el candidato oficialista había declarado que era el triunfador “por abrumadora mayoría”. Pasaron treinta minutos y el candidato opositor (aún sin un solo resultado oficial) declaró que “si señores, he perdido y es de demócrata reconocerlo”. A las 21:30 de la noche, la tele declaró que el ganador había triunfado 47% contra 40%, y un par de horas más tarde la afamada y transparente Junta electoral declaró que, efectivamente, los videntes de la televisión le habían acertado al guarismo. Todo mientras nadie mencionaba mucho que digamos que más del 40% de los empadronados no fueron a votar (esto suponiendo que la cifra de los que votaron fuera verídica), y los votos en blanco y nulos oscilaban en un 3%. En el medio, y con total desparpajo, la izquierda trotskista del FITU (cada vez menos izquierda) festejó su triunfo como “tercera fuerza” municipal (pero quinta provincial) con el 2,89% del voto(o sea, 1,49% del padrón real) . El gobierno hizo lo mismo (aunque Córdoba parece ser opositora), El kirchnerismo progre celebró el triunfo del peronismo, aunque haya desaparecido del mapa electoral provincial quizás porque siempre insistió que Córdoba era una provincia ultraderechista y fascista (no sé por qué eso ha dejado de ser cierto solo porque ganen unos peronistas que son herederos de las paramilitares del 75). A la mañana siguiente toda la prensa nacional insistía en el abrumador triunfo del peronismo cordobés, sin citar muchos datos que digamos, pero haciendo pie en lo dicho por la Junta electoral.
Por debajo de esa noticia la prensa argentina informaba (¿¿¿¿????) que el Partido Popular español y su hermano aun más de derecha, Vox, habían sacado muchísimos menos votos de lo esperado, mientras que Yolanda Díaz y SUMAR avanzaban electoralmente. Quizás una de las cosas que más me llamó la atención de la cobertura periodística de las elecciones españolas es que todos se olvidan de mencionar que la Yoli Díaz es comunacha, hija de comunachos, obrerista, y bien combativa. Ni hablar que el PSOE es “la izquierda”. Sipi, ese de la OTAN, la guerra de Iraq, el apoyo a los fascistas ucranianos, y el de la reforma laboral que, por suerte, paró Díaz. Obvio que el día anterior todos los analistas y las encuestas insistían que el PP y Vox ganaban por muerto. Parece que los españoles no son tan tarados. Pero bueno, no sea que tengamos que informar a la población.
Del otro lado de la barricada, leo que a Trump le están haciendo el enésimo juicio, mientras que el FBI le allana moradas mil, le secuestra cajas de papeles, e insiste que es un criminal (¿qué pasó con lo de inocente hasta probado culpable?). Lo más fascinante es que Donald no ha hecho nada mucho peor que cualquier otro presidente norteamericano (desde aceptar coimas como Reagan o Biden, pasando por ser un sexista como Kennedy, Clinton y Obama, hasta llevarse papeles clasificados a su casa como Biden). Esto último, lo de los papeles clasificados, sería lo más serio ya que implica “traición” y la posibilidad de entregar secretos al enemigo (¿cuál?). Claro que el FBI nunca publicó de qué trataban los papeles secuestrados, ni tampoco dijo cuál era la “clasificación”: ¿eran reservados, secretos, muy secretos, sólo para sus ojos, o qué? La diferencia es importante, porque al decir “clasificados” (onda Hollywood) parecería que ahí estaban las contraseñas de la defensa nuclear yanqui, cuando por ahí lo que había era el menú de su almuerzo con Putin. Debería estar claro que el problema no es que Trump sea un señor muy poco transparente y limpio (no lo es), ni que sea peor que otros (tampoco lo es), sino que es el candidato que parece listo para desafiar al establishment. Según Realclearpolitics, hoy por hoy (24 de julio), don Trump esta empatado con Biden en las encuestas. Digamos, luego de la campaña de desprestigio y la cantidad de juicios que le han hecho, el tipo sigue concitando la adhesión de casi la mitad del electorado. Dice mucho sobre la percepción del norteamericano de a pie sobre los políticos tradicionales.
De todas maneras, los tres casos deberían llevarnos a algunas conclusiones, o por lo menos preguntas. La primera es que las encuestas no sirven para nada. Esto solo en parte porque el voto es volátil, o porque la gente no le dice lo que realmente piensa a los encuestadores. Mi sospecha es que las encuestadoras fomentan el resultado que desea el que los contrata. Dicho de otra manera, las encuestas no se hacen para visualizar posibles resultados, sino como parte de la campaña ya sea para instalar candidatos, para “hacerlos competitivos”, o para amparar propuestas en una supuesta “opinión popular”. En todos los casos las encuestas no aciertan ni un poquito: en Córdoba se suponía que la oposición ganaba por 8 puntos; en España todos se preguntaban si los populares iban a poder hacer gobierno solos o tendrían que juntarse con Vox; en Estados Unidos todos predicen la hecatombe de Trump que sigue vivito y coleando.
La segunda cuestión es que las elecciones no se ganan, se compran. Aquellos que no obtienen millones de dólares/euros para consultores, “militantes”, encuestadoras, comprar periodistas mercenarios y salir en programas de los medios, o fomentar las “redes sociales” y consiguen cientos de trolls, no son competitivos ni tienen mucha esperanza de ganar. Esto significa que los oficialismos, que disponen de los recursos del Estado, tienen más posibilidades de ganar. En mi pequeño municipio bastaba ver la cantidad de camionetas municipales acarreando votantes para entender lo que quiero decir. Lo peor es que la izquierda ha aceptado ese terreno de disputa: nada de movilización social, conformemos focus groups; nada de militancia en la calle, contratemos gente para hacer memes en las redes sociales. Digamos es la izquierda posmoderna, postmarxista, y solo preocupada por recibir los fondos electorales, y mantener algunos legisladores que le permitan nombrar cuantiosos asesores y acceder a algunos recursos.
Que esto no es algo que me ocurre sólo a mí es lo que lleva a tercera conclusión. La abstención electoral no hace más que aumentar, y eso a pesar de que impongan la obligatoriedad del voto. Los medios insisten que no tenemos cultura democrática, mis vecinos hablan de los problemas de la educación. Y yo creo que todos tienen razón: que a nuestros políticos les falta cultura democrática, no a los votantes. A ver, cada vez que hay una elección me pregunto para qué me molesto en ir a votar, si es al pedo. Todos son iguales. El PSOE ha sido gobierno varias veces desde que murió Franco y la situación de los trabajadores españoles no hace más que empeorar. Se supone que Obama iba a poner fin al racismo y cada vez hay más negros muertos por policías de gatillo fácil. Por su parte, mis revolucionarios ex amigos del FITU me dicen que hacen una gran diferencia, pero en la calle no se nota. Hace once años que hay diputados y legisladores del FITU, ¿cuál ha sido la diferencia? Excepto que el FITU/PTS no hace más que correrse a la derecha a ver si logra captar algún voto peronista más. Es más, los escucho y no veo la diferencia con los progresistas ya sean el Partido Socialista o de La Cámpora kirchnerista. O si es por eso con el PSOE. Lo peor es que no me generan ni confianza, ni interés. Obvio que mis ex amigos insisten que soy “un fundido” y que abandoné la senda zurda. Claro que ni se les ocurre preguntarse qué puede haber generado que un tipo que los apoyó más de una década, que ha sido rojillo 60 años de su vida, de repente sea “un descreído”. Pero, claro, tampoco se preguntan cómo puede ser que, en medio de la pavorosa crisis argentina, en la ciudad donde el PCA fue fuerte, donde nació el clasismo obrero, donde el guevarismo organizaba por cuadra, que ellos saquen menos del 3% del voto luego de años de hacer campaña. Y encima festejan como si fuera un triunfo.
La realidad es que la gente, al no votar, le quita legitimidad al sistema. A los capitalistas les importa poco, mientras puedan seguir haciendo desmanes y destruyendo al ser humano y al planeta. Pero pensemos que los que votan tampoco legitiman nada, sobre todo si venden el voto o cambian de bando cada dos minutos. Como dijo una señora de barrio: “No voté a De Loredo [la oposición en Córdoba] porque no me dio nada”. Y un sistema sin legitimidad, que encima se dedica a expoliar a sus ciudadanos, implica que las demandas postergadas de la sociedad que no se pueden expresar por vía electoral se van a expresar por vía de la protesta cada vez más virulenta. Digamos, los trumpistas ingresaron al Congreso de Estados Unidos (insisto que eso fue una protesta no un golpe de estado, quizás por haber vivido golpes de estado), hicieron lo mismo que los argentinos que apedrearon el Congreso nacional cuando se discutió la reforma jubilatoria de Macri: en ambos casos canalizaron su desacuerdo de la única forma que les dejaron los sectores dominantes luego de prostituir a los partidos políticos, a la justicia, y la ley.
Lo que quiero decir es que las elecciones no son democracia alguna. O por lo menos, lo son mucho menos que una protesta callejera, un piquete o corte de ruta, una movilización, o una huelga salvaje. Y la izquierda que sigue creyendo en las elecciones es tan poco democrática que en realidad solo es una izquierda del sistema. Una izquierda democrática debería promover la movilización y la organización popular, el doble poder en cada vecindario y sindicato, el debate y la discusión entre todos, y si participa electoralmente es para hacer propaganda de sus propuestas y para organizar aun más gente de forma amplia. Cualquier otra cosa implica que ni peronistas ni liberales ni trotskistas en la Argentina de hoy son democráticos.