Foto: Ensayo de soja transgénica de la empresa Bioceres y el Conicet en stand de Tecnopolis – Subcoop
La pandemia ubicó a la ciencia y a la salud como tema central. ¿Pero qué se comunica, y qué se oculta, en los grandes medios? ¿Qué agenda científica propone el Estado? ¿Qué rol juegan las farmacéuticas y el agronegocio? La realidad de los territorios frente al periodismo y la evidencia científica como un escenario de disputa.
Artículo publicado en Agencia Tierra Viva
Por Paula Blois*
La pandemia de Covid-19 hizo que medios de comunicación y redes sociales contribuyeran a configurar un escenario público donde desfilaron expertos, patentes, políticos, recomendaciones, periodistas, laboratorios, científicos, organismos internacionales, cifras, vacunas, antivacunas y más. Hubo periodistas científicos reclamando más periodistas científicos que cubrieran la pandemia y señalando tanto “sobreinformación» como “falsa información”. En ese escenario, la Red Argentina de Periodismo Científico publicó un comunicado titulado: “La desinformación puede matar”.
“La obligación de destacar que los temas que afectan a la salud de la población exigen un tratamiento particularmente cuidadoso por periodistas y comunicadores”, manifestaba el comunicado y concluía: “Hay ocasiones en las que la información correcta puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte. El principal criterio cuando se elige una noticia es el interés público, no ofrecer un espectáculo, ganar seguidores o puntos de rating”.
Hace doce años, en 2009, Andrés Carrasco, investigador del Conicet, recurrió a la prensa para dar a conocer su trabajo sobre los daños que provocaba el glifosato. “Cuando uno demuestra hechos que pueden tener impacto en la salud pública, es obligación darle una difusión urgente y masiva”, decía Carrasco.
Las dos situaciones plantean la comunicación mediática de “temas que afectan a la salud de la población”.
Uno de los principales temas a los que algunas y algunos periodistas científicos se dedicaron y dedican en pandemia, sin dar lugar a dudas, es el de la efectividad de las vacunas. En un contexto general de desesperación y oportunismos, apoyando los lineamientos de organismos sanitarios y gubernamentales, las distintas vacunas se presentaron como una solución segura.
“La mejor vacuna es la que te toca”, sentenciaron algunos. Poquísimos espacios dieron lugar a posturas científicas que señalan incertidumbres en relación con los tiempos de aprobación y las diferentes tecnologías implementadas. Incluso, pareciera que el mismo periodismo científico consagrado a las vacunas dedica un espacio inversamente proporcional a la problematización de las causas de esta pandemia, que muchas y muchos científicos señalan asociadas, entre otras cosas, a las relaciones con el entorno y a la destrucción ambiental.
Una noción de salud restringida
Una noción de salud restringida al virus y primordialmente vinculada a desarrollos biomédicos prevaleció desatendiendo otras dimensiones, vínculos con contextos y maneras de concebirse, expresarse y concretarse.
El acento puesto en disposiciones, restricciones y soluciones biomédicas, con el consecuente esfuerzo de ciertos científicos generando “logros de la ciencia argentina”, fue reflejo y aval a políticas que apuntaron fundamentalmente a la contención del virus y que, a fines de 2021, descendiendo los números de enfermos y muertos, se declaran exitosas.
Algunas noticias ahora informan sobre la ausencia de internaciones en terapias intensivas por Covid19, celebran la selección por parte de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) de una empresa para elaborar vacunas con tecnología ARN mensajero en nuestro país e, invocando una preciada soberanía, destacan los proyectos para producir vacunas argentinas.
Las comunicadoras y comunicadores seleccionan cómo y qué tratar públicamente del universo de ciencias, científicos, disciplinas y orientaciones. La cuestión importa porque el periodismo científico es uno de los lugares de tematización de conocimientos muy valorados en nuestra sociedad. Que existan espacios dedicados exclusivamente a comunicar ciencias da cuenta de esa valoración que establece jerarquías, asimetrías y violencias naturalizadas.
Es que los saberes científicos, con variaciones históricas y contextuales, suelen presentarse con la capacidad de separar los hechos de las ficciones. Se despliegan interviniendo de forma prioritaria en asuntos que convocan a más actores y saberes, indicando qué sí y qué no. Son también bienes estimados en relación con la generación de tecnologías. Y tienen además autonomía respecto del juicio social porque para cuestionarlos se requiere competencia.
Sin embargo, ese universo no es homogéneo en ningún sentido. Suele hablarse de consenso científico a partir de argumentaciones, pruebas y evidencias, pero la evidencia es un campo de batalla que se disputa ardientemente. Hay asuntos más conflictivos que otros. Muchas y muchos científicos que llevan décadas investigando los daños asociados al agronegocio lo saben.
La ciencia es pública, los intereses son privados
Las ciencias no son cuestionables por cualquier persona, pero pueden ser funcionales a ciertos intereses. No es necesario remitir al colonialismo de los siglos XIX y XX para advertir que han sido y son usadas para legitimar determinadas prácticas o promover proyectos. En virtud de una idea de desarrollo basada en la explotación de bienes naturales, hoy ciertas líneas científicas son oficialmente alentadas y promovidas. Se hace ciencia pública subordinada a intereses privados.
Los sectores empresarios tienen incidencia en las agendas de investigación a través de, entre otras vías, convenios con universidades. Financiamientos privados y estatales orientan y propician investigaciones y tecnologías. Sobran los casos más allá de vacunas y farmacéuticas en pandemia: con el discurso de la necesaria transición energética se invierte en tecnologías nacionales de extracción de litio en un contexto que desoye la determinación de comunidades locales y pueblos originarios.
Todavía está fresco el acuerdo entre la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y la petrolera Shell. El trigo transgénico es la materialización última de una política científica que articula resueltamente con el agronegocio y es aclamada también en términos de “soberanía tecnológica”.
Mientras las políticas extractivistas se sostienen en ciertos conocimientos científicos, se reiteran los pedidos de diagnósticos y avales científicos a las poblaciones que denuncian los daños ocasionados por esas mismas políticas. Sus saberes, experiencias, sufrimientos y voluntades no alcanzan. Como si las problemáticas pudieran reducirse a dimensiones técnicas. Este mecanismo beneficia el estatus quo porque incluso habiendo evidencia científica que apoya las denuncias, suele ser desestimada.
Volviendo a Andrés Carrasco, la violenta descalificación sufrida al hacer pública su investigación da cuenta del papel sociopolítico de los conocimientos. El investigador puso en riesgo todo un escenario de relaciones, «buenas prácticas», tecnologías, actividades y, sobre todo, negocios.
En el año 2013, una toxicóloga del Ministerio de Salud de la Nación, que negaba la asociación entre enfermedades y agrotóxicos, señalaba disgustada que se estaba dedicando tiempo a estudiar “problemas que no existen” (referido a los agrotóxicos) debido al poder de los medios para imponer la agenda pública.
Todo esto no hace más que darle la razón al comunicado de la Red Argentina de Periodismo Científico sobre el rol de las y los comunicadores. Es de vital importancia informar como también llevar a la arena pública los intereses que atraviesan a las ciencias, publicar financiamientos, problematizar las realidades que habilitan distintos saberes, preguntar quién habla cuando se arbitran situaciones en nombre de verdades científicas y divulgar investigaciones que alertan sobre daños derivados de determinadas políticas y desarrollos, acordando que, quien calla, otorga.
En septiembre pasado, el Ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación anunció querer alcanzar los 70 millones de toneladas de producción de soja, lo que llevaría a multiplicar cantidades de glifosato y otros químicos usados en la agricultura de commodities. Las justificaciones son las mismas que las de hace décadas pero actualizadas en la crisis de la pandemia. Como si virus y deterioros asociados a venenos, desmontes, hacinamientos y desarraigos no tuvieran nada que ver.
Resuena una noción de salud limitada y la centralidad mediática de las vacunas en un contexto en el que el Estado y las empresas articulan actividades del agronegocio y la farmacéutica. Formas de conceptualizar que borran relaciones entre salud, ambiente, producción y alimentación y conforman un panorama con empresas que concentran negocios en todos esos ámbitos.
La catarata de datos oficiales y noticias sobre los números de enfermos y muertos por Covid-19, que engendró miedos y devino en tema cotidiano, contrasta con la ausencia de noticias y la escasez de registros oficiales de números y condiciones de salud de las poblaciones fumigadas.
Mientras los grandes medios de comunicación juegan en función de sus vínculos corporativos, reverbera el comunicado de periodistas científicos afirmando que “la información correcta puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte”. Al mismo tiempo, esos medios y muchos periodistas, miran para otro lado ante las diversas investigaciones –muchas veces realizadas junto a las personas afectadas– respecto al impacto del agronegocio o, más en general, de un modelo extractivista que mutila soberanías y compromete vidas.
(*) Doctora en Antropología (UBA) e integrante del Grupo de Filosofía de la Biología (UBA-Conicet)