El 29 de abril se cumplían 20 años de aquellos días en el que el río Salado ocupaba literalmente gran parte de la ciudad de Santa Fe. Esta crónica escrita por Miguel Espinaco es de lo que se vivía en un centro de evacuados aquel 29 de abril fue publicada el 01/05/2003 en la revista digital El Mango del Hacha y bien vale para recordar aquellos hechos que tuvieron responsables como el ex gobernador Carlos Alberto Reutemann que murió impune, incluso siendo Senador de la Nación, como si no hubiera tenido la culpa de nada.
Barrios enteros quedaban bajo dos metros de agua mientras su gobierno fue responsable de haber dejado una defensa sin terminar por la que pasaron millones de litros de agua y ni siquiera atinó a ordenar la evacuación de la ciudad antes de el agua llegara a los barrios.
El resultado fue que hubo más de 130 mil evacuados, 15.000 viviendas destruidas y más de un centenar de víctimas fatales por causas directa e indirectas. Y hubo también un montón de dolores y sufrimientos, un montón de heridas de esas que marcan por siempre.
Estación Belgrano – Otro campo de refugiados
Por Miguel Espinaco
Afuera, el Boulevard Galvez no parece haber tomado nota. Cerquita de la laguna Setubal, que está crecida pero no demasiado, los autos avanzan coordinados por la onda verde debajo de la llovizna que moja y moja. Desde la calle no se ve otra cosa que el edificio abandonado del ferrocarril Belgrano, tan roto y desvencijado como siempre. Sin embargo, este martes a la tarde hay adentro cientos de evacuados, y siguen llegando a montones.
El hall de la estación es un hervidero de gente y de ruidos. Lo primero que impresiona son los aplausos rítmicos de un grupo de chicos que siguen a una voluntaria que ha asumido el rol de maestra jardinera en este delirio inesperado, que se ha convertido en locomotora de un tren de niños mientras canta algo de Piñón Fijo. Un conocido me saluda y dice que está con Cáritas ayudando, una compañera de trabajo me cuenta que vino con un par de amigas y me pide que consiga hojas usadas para que los chicos tengan papel para dibujar y para hacer avioncitos, un joven me responde que es del sindicato de guardavidas mientras sigue haciendo parte de cadena humana que traslada las bolsas de ropa y las cajas de comida que la gente fue juntando en la mitad seca de esta ciudad dividida.
Pregunto y pregunto para decodificar esas caras que vienen de San Agustín, de Recreo, de Santa Rosa de Lima, de Pompeya, de Barranquitas Oeste y me cuentan que salieron con lo puesto, que no saben qué va a pasar, qué van a hacer. Alguien me confirma después que es muy difícil hablar con los evacuados, están enojados, contestan de malos modos. Me doy cuenta que tienen razón aunque no tengan razón de enojarse justamente con esos pibes que están haciendo todo lo posible, me doy cuenta que tienen razón porque hace nada más que un par de días los punteros de uno u otro signo los fueron a buscar haciendo prodigios de organización para que pongan su voto y hoy, hoy ni les avisan con algo de tiempo que sus barrios van a quedar bajo dos metros de agua, ni les garantizan siquiera un mínimo diagrama de evacuación que les evite estar ahí, en el piso húmedo de la vieja estación de tren sentados apenas sobre papeles o frazadas, descalzos sin siquiera ropa para cambiar a los chicos.
Todos me dicen y me repiten que al mediodía almorzaron un pan de hamburguesa con una película de mortadela que lo disfrazaba de sandwich, todos me cuentan que los chicos tomaron leche aguada y que para lo que queda del día hay nada más que leche, tienen bronca porque ni siquiera había vasos y hubo que salir a buscar, a pedir, a rogar.
Sigo hablando con voluntarios, con médicos, con enfermeras, con empleados de promoción comunitaria que hacen lo que pueden. «La municipalidad brilla por su ausencia» me comentan y pregunto por los funcionarios provinciales a los que no se ve. Me entero de que a la mañana anduvo el obispo para decir que él había exhortado para que haya solidaridad y entonces, se me da por pensar que del dicho al hecho hay tanto trecho como desde las careteadas de los de arriba hasta la acción de esos jóvenes que fueron a poner el cuerpo.
Hay un pequeño dispensario que atiende a demasiada gente. Un médico se presta a contarle a mi grabador que mucha gente va y pregunta dónde están los familiares que perdieron en la huida pero que ellos no saben, que nadie sabe, porque la evacuación fue desordenada como todo y no hay registros. Le cuenta a mi grabador que los chicos vienen con fiebre, con cuadros respiratorios, con cortaduras en los pies descalzos que caminaron el agua, y dice que los adultos que están atendiendo son casos de presión alta y cuadros depresivos, funcionales a la pérdida que sufren, dice, a la desazón, a la locura que les atropelló la vida, traduzco yo para entender mejor. «El medicamento que más se receta es el diazepán» dice otro médico para que no queden dudas y se anima a poner su impresión en palabras «si esto es así no quiero imaginarme cómo será un campo de refugiados de la guerra» dice, y es una forma de decir cómo se parecen, qué tan parecido es ésto a lo que debe ser aquello.
Al lado de la escalera alguien duerme tapado totalmente con una frazada, hasta la cabeza. Subo, porque arriba hay más y más gente todavía y me encuentro con habitaciones que tienen nada más que contrapiso y ventanas rotas, que se han convertido en improvisadas canchas de fútbol en las que se juega con pelotas desinfladas. Me encuentro con otras habitaciones, que sí tienen algo que parece un piso, en las que muchos están nada más que sentados contra las paredes con la mirada perdida. Algo hay que me hace acordar a escenas de Tumberos, sólo que a esta gente ningún juez le ha echado la culpa de nada.
Alguien dice que llega un camión del ejército con más gente, con más perros, con más pies descalzos y me comenta que estuvieron buscando otros lugares pero que en el molino Franchino no se puede porque hay ratas, alguien se pregunta en voz alta y me pregunta por qué no corren los banquitos y usan las iglesias, si acaso tienen miedo que se les arruinen las paredes de mármol.
Salgo y el camión es un mercedes con una caja muy larga y muy repleta. Un soldado habla con una empleada de promoción comunitaria y yo escucho. Ella pregunta si no tienen algunos de los elementos que hacen falta, cuestiones elementales nomás, una olla para cocinar para tanta gente; él dice que si, que claro, pero que el gobernador tendría que hablar con el cuartel para pedirlo, para pedir que asignen esas cosas a la emergencia. A mi, por un rato, se me ocurre preguntarme en que andaría en ese momento el gobernador, qué estaría haciendo.
Cuando me subo al auto hay que prender la radio para saber qué pasa. El locutor me cuenta que el gobernador había andado por el hospital de niños acarreando bolsas, mostrándose para la televisión. Ah, dije, mirá vos.
Algunos vecinos, dicen, lo trataron merecidamente mal.