Artículo publicado en el blog Miguel Espinaco – Cosas para leer
Por Miguel Espinaco
Por estos días se van a cumplir tres años del homicidio en Villa Gessel, aquel de los rugbiers a la salida de un boliche.
El tema subió a todos los titulares en este enero porque es el juicio y porque las declaraciones, las cosas que se dicen y las cosas que se callan, los gestos en la sala, todo eso viene a remover inevitablemente todo, a ponerlo en tiempo presente.
Pero no voy escribir en esta nota sobre el hecho en sí, ni sobre las razones profundas que hacen que algunos temas merezcan esta centralidad periodística, ni voy a hablar de estadísticas que afirman que cada fin de semana sólo en los locales bailables de la provincia de Buenos Aires hay unos setecientos enfrentamientos y agresiones. ni voy a extenderme sobre las cuestiones leguleyas que nos llevarían a largos debates sobre si estamos en presencia de una acción culposa, de dolo o de dolo eventual, ni tampoco voy a hablar de las historias personales de la víctima y de los victimarios.
Lo que más me sorprendió de lo que está pasando es qué punitivismo exagerado que campea por todos lados. Si alguien se anima a decir que cadena perpetua es demasiado es tildado rápidamente de insensible, si alguien sugiere atenuantes es un inmoral, cualquier valoración que implique poner en duda la eficacia vengativa de la justicia y del sistema carcelario pensado como redención o como amenaza, recibirá sin demora el repudio de un público enardecido.
Es de eso de lo que voy a hablar.
La mano dura recargada
Se hace difícil meter esto dentro de los cánones de la vieja discusión entre garantistas y manoduristas, discusión bastante tramposa por cierto, pero que acá ha resultado sorprendentemente diluida hasta casi desaparecer, los actores han trastocado sus guiones y ya no se puede estar seguro de quién es que está hablando cada vez.
Escucho a gente que se reivindica progresista, dispuesta a defender los derechos de pobres ladronzuelos o de soldaditos que matan por dos mangos, los derechos generalmente pisoteados de esos pibes captados de la pobreza o por lo menos de la pobreza relativa esa de no poder tener lo que tienen los de la tele, leo a esos tipos bien progres que acostumbran a decir qué porquería el sistema carcelario que imita los peores horrores del infierno del Dante, a gente que sabe llenar libros hablando de que la solución de los problemas no es poner mayores penas sino cambiar esta sociedad, que ahora – de pronto – parecen haber olvidado todo su palabrerío para sumarse sin reparos al reclamo de los que piden no pena de muerte (acá eso suena muy feo) pero sí “que se pudran en la cárcel”, que si bien no es lo mismo suele resultar bastante parecido.
Yo ya me había acostumbrado a rebatir la simplificación aquella de “negros de mierda”, tan cara a cierto sector de la sociedad que aplaude a los que matan a un ladrón – aunque haya sido a sangre fría – o que piden que “no entren por una puerta y salgan por la otra”, que es la forma en que algunos exigen que por robar una billetera los dejen a vivir en la cárcel.
Y digo simplificación porque la cuestión es tan exagerada que algunos se ven empujados a aclarar rápidamente que no hablan de negros de piel sino de negros de alma, sacándole un poco el cuerpo al enfoque racial para caer en un extraño enfoque naturalista que se traduciría en que hay tipos que nacen con el alma negra, tonalidad que “casualmente” coincide con el de su piel.
¿Estaremos presenciando ahora la aparición de una nueva categoría? ¿La de los blancos que nacen negros de alma?
¿Hacerse los boludos o tratar de entender?
Esto de que los malos nacen malos y entonces hay que hacerlos a un lado y sanseacabó, no es nada nuevo. Es una teoría que por cierto no tiene ningún sustento científico y que por suerte pasó a la historia, pero lo mismo todavía hay muchos que creen en ella y a veces ni se dan cuenta.
Que haya más motochorros morochos que motochorros rubios no remite a las instrucciones de algún gen misterioso, sino a cómo se ha montado la estratificación social sobre la estratificación racial, o sea nada más que porque los que venían de los barcos tenían mejores armas para imponerse. De la misma manera, los blanquitos, heterosexuales y hegemónicos hijos de millonarios o de piojos resucitados aspirantes a, son los que aprenden en casa eso de hacer “caducar” a algún morocho, o a violar en manada o a agarrarse a trompadas en patota para que veas qué machitos son.
Se le ha dado una gran relevancia en este caso a que estos chicos sean rugbiers. Es cierto que el ambiente del rugby es como la cima de este pensamiento blanco macho predominante. El otro día me acordaba de haber visto ya hace mucho tiempo en una estación ferroviaria de San Isidro, una remera en venta con la inscripción “las nenas juegan al hockey, los nenes juegan al fútbol, los hombres jugamos al rugby”. Y no hay que explicar para nada la cantidad de resonancias que tiene allí la palabra “hombre”, por contraposición a “nene”
Sin embargo, hay que decir que no es sólo el rugby: la sociedad está plagada de buenos muchachos blancos que tienen la fantasía de cargarse algún “negrito”. Ahí están si no las pato bullrich y los bolsonaros del mundo promoviendo la portación de armas para que nadie se quede con las ganas, ahí están los Eduardo Feinmann de la tele diciendo “uno menos, este ya no jode más” para coronar la noticia de un delincuente muerto en un robo, ahí están los que comentan alegremente que hay que incendiar las villas y problema solucionado, los que aplauden el gatillo fácil, los que sueñan en voz alta si me pasa a mí lo paso por arriba con el auto.
Mucho de ese discurso prolifera en niñosbien que se dedican al bullying y a la violencia callejera, a la patoteada que casi nunca termina con un muerto pero que a veces sí, esta vez sí.
Insisto en que ni me meto con qué condena merecen porque no estoy hablando de ellos sino de nosotros, estoy hablando de los que seguimos el juicio por la tele, de la tendencia que tenemos a hacernos los boludos pensándolos monstruos, diciéndoles monstruos, viéndolos monstruos para no verlos tipos normales paridos por este mundo en el que vivimos, paridos por este mundo del que formamos parte.
Porque lo peor que puede pasar es que termine enero y con él el juicio y que haya una condena y entonces como cierto alivio, chau, asunto concluido, muerto el perro se acabó la rabia.
Pero no. La rabia, la violencia de todos los colores seguirá ahí, nada más que porque es la hija natural de este mundo que es urgente cambiar.