Artículo publicado en Kalewche
Por Mauricio Suraci
El próximo 30 de octubre, un Brasil dividido elegirá en las urnas un nuevo presidente, en una segunda vuelta electoral que mantiene en vilo a buena parte de América Latina. En la opinión pública, la expectativa es enorme. La tensión crece al ritmo de un periodismo con precipitados vaticinios sobre futuros hechos de violencia. Las encuestas han fallado, otra vez, en sus pronósticos electorales. Los resultados de la primera vuelta han traído más de una sorpresa. Pero, de entre todas las lecturas posibles, ¿cuál fue la sorpresa? ¿Y para quiénes? Vayamos por partes.
En los resultados de la compulsa electoral del pasado 3 de octubre, Luiz Inácio da Silva (Lula) obtuvo un 48,4% de los votos. Sin embargo, a pesar de este alto porcentaje, el PT no celebró exultante el resultado. Es que las fuerzas petistas aspiraban a alcanzar el triunfo en primera vuelta con la candidatura de un redivivo Lula da Silva que, en una esforzada campaña, prometió, pero poco; exaltó logros pasados y cargó su discurso en la condena a su contrincante. El regreso de Lula a la contienda política luego de estar detenido por 19 meses, fue una victoria que obtuvo el récord histórico de votos para una candidatura presidencial en primera vuelta: 57 millones de sufragios.1 Esto supuso 25 millones de votos más que el candidato petista a presidente en 2018, Fernando Haddad.
Por su parte, Jair Messias Bolsonaro obtuvo 51 millones de votos, un 43,2 %, superando en términos absolutos su propio desempeño de 2018, cuando obtuviera 49,3 millones de sufragios. Este último resultado, muy cercano a una victoria, una vez más dejó al descubierto la poca fiabilidad de los sondeos previos. La industria de las consultoras, de la que ningún partido político de masas parece poder prescindir, había propuesto un porcentaje de entre 7 y 10 puntos menos para el candidato del Partido Liberal. Una parte significativa de los análisis en la prensa progresista de los últimos meses ha sostenido sistemáticamente una valoración que se pretende crítica del gobierno de Bolsonaro, pero solo resalta lo que es transparente: una gestión política errática; una económica que solo atendió los intereses del statu quo; intervenciones públicas provocadoras o apelando abiertamente a la violencia; discursos racistas, homofóbicos y antiderechos. Es decir, un gobierno condenable desde todo punto de vista para cualquiera que esté en la izquierda o el centro, en términos políticos.
Recordar la actitud «negacionista» del presidente Bolsonaro durante la pandemia, ha sido un caballito de batalla de la prensa opositora. Una mirada de este tipo puede ocultar diferencias menos pronunciadas entre las gestiones de la pandemia por mandatarios regionales, y omitir las tendencias estadísticas regionales2. El desempeño sanitario de Brasil no fue, de hecho, mucho peor que el de Argentina y México, y bastante mejor que el de Perú y Ecuador, por ejemplo.
Sin embargo, pocos se han interrogado por las razones que podrían explicar el liderazgo que ejerce Bolsonaro sobre una derecha conservadora que crece. Otro dato que ha sorprendido tanto a la prensa como a los analistas es el resultado en las categorías de senadores y gobernadores, ya que los seguidores de Bolsonaro han conseguido más representantes en el Senado Federal que el PT (sin lograr ninguno de los dos partidos una mayoría absoluta), y también más gobernadores estaduales. Teniendo en cuenta los resultados generales del proceso electoral, y fenómenos puntuales como el resultado en el estado de San Pablo (interpretado como un desplazamiento del voto a último momento desde el centro hacia la derecha)3 entonces podría pensarse en una radicalización de la derecha. En este escenario, la pregunta que aparece como inquietante es: ¿estamos ante una expansión del voto anti-PT o ante la consolidación de una derecha radical de bases populares? ¿O ambos fenómenos deberían pensarse asociados?
En vistas a la segunda vuelta, casi una constante en la historia reciente del país, los candidatos deberán comenzar de nuevo sus campañas con la atención puesta en varios frentes. Existen dos grupos a los que intentarán seducir: por un lado, las abstenciones; por otro, los votos positivos que fueron a otras fuerzas políticas.
Las abstenciones son un conjunto de potenciales votantes que en estos comicios representaron el 20% (más de 30 millones de personas habilitadas). No está claro si es posible «activar» esos potenciales votantes. De hecho, los registros históricos muestran que en ballotage la afluencia de votantes disminuye,4 como así también el voto castigo. Razones de todo tipo pueden explicar la no concurrencia: desde un militante escepticismo en el sistema, hasta una simple indiferencia por la política. Es una incógnita muy difícil de resolver. No obstante, es posible que los dos candidatos arriesguen alguna táctica para atraer a este sector, pero no sin antes intentar captar a otro sector algo más «a mano».
En efecto, los votos que en primera vuelta fueron dirigidos a otros candidatos parecen ser un contingente mucho más probable de ser captado o redirigido por sus receptores originales. Este es el caso de los votos recibidos por la liberal Simone Tebet (MDB) y por el centrista Ciro Gómez (PDT), quienes obtuvieron 4,2% y 3%, respectivamente. Esta semana se ha publicado la noticia de que ambas fuerzas acompañarán la candidatura de Lula en los comicios. A ello se sumaría el apoyo de su histórico rival, Fernando Henrique Cardoso, quien ha expresado públicamente optar por Lula en la segunda vuelta.5 Aceptando que esto efectivamente pudiera ocurrir, la victoria de Lula estaría asegurada.
Pero no se puede obviar que este tipo de maniobras suelen delimitar el margen de acción para el futuro presidente, un espacio político que se va reduciendo en la medida en que los candidatos asumen compromisos con diferentes grupos sociales y políticos. En el caso de Lula, se ha hecho público su intento de recuperar el apoyo tanto de los industriales como de los militares, quienes han apoyado a Bolsonaro, integran su gabinete en forma numerosa y quizá hayan sido su principal base de estabilidad política en los últimos dos años.
La presencia de elementos castrenses al frente de ministerios no es para nada una novedad. Desde el retorno a la democracia, los militares han mantenido el control de carteras consideradas estratégicas, tendencia acentuada por el PT y profundizada por Bolsonaro (Seguridad Institucional, Infraestructura, Ciencia y Tecnología, Minas y Energía, Defensa, Auditoría General, Secretaría de la Presidencia, Salud, etc.).6
La presencia de sectores políticos diversos –aun de oposición– dentro del gobierno es una práctica que no creó Bolsonaro. Se retrotrae al retorno de la democracia, hacia mediados de los 80, bajo la presidencia de José Sarney. Dentro de un esquema denominado presidencialista, la modalidad para conseguir apoyos políticos fue, y es, el reparto de agencias estatales y cargos ministeriales que reporten caudal de votos y relativa estabilidad. Cuando el PT logró su primera victoria presidencial en 2002, rechazó el sistema de Sarney, e ideó una compleja red de corrupción para poder ganar aliados y dinamizar iniciativas políticas en el Congreso. Por esta jugada el PT sufrió un escándalo político en 2005 llamado Mensalão, algo así como un «pago mensual» (soborno) a legisladores.7 No obstante, los daños políticos pudieron ser «controlados». Cuando Lula fue reelecto para un segundo mandato, el partido aceptó el sistema de reparto de cargos y lo mantuvo hasta la destitución de Dilma Russeff en 2016. Entre uno y otro acontecimiento, se sucedieron los escándalos de corrupción más resonantes (Petrobras y Odrebrecht), que implicaron a la alta dirigencia política de Brasil, e incluso alcanzaron a políticos de la región.
La prensa y los análisis previos al ballotage están enfatizando la necesidad de recuperar la democracia, o lo que queda de las instituciones de la república. Lula es presentado como una suerte de último héroe, capaz de vencer a las fuerzas del mal encarnadas en Bolsonaro y sus secuaces, y concretar la misión de restaurar la democracia.
En esa batalla final, el PT está dispuesto a ampliar aún más los límites de sus alianzas políticas. Ya en la primera vuelta se presentó con el neoliberal Alckmin, ex gobernador del conservador estado de San Pablo por tres períodos, quien renunció al PSDB y se afilió al Partido Socialista de Brasil como parte de la estrategia electoral de las fuerzas lulistas. En las últimas semanas, Lula no solo se reunió con empresarios y sectores militares. También ha dado señales a los representantes de las clases dominantes mostrándose como un candidato razonable, capaz de garantizar estabilidad económica y gobernabilidad.
Quedaron atrás los días en que el PT buscaba el apoyo del Movimiento de Trabajadores sin Tierra, y ya es un muy lejano recuerdo el protagonismo que los sindicatos radicales tuvieron en el PT de los 80. El lulismo, sostiene Juraima Almeida “…es resultado de la progresiva moderación ideológica operada durante los 90, cuando las sucesivas derrotas contra Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso (en dos ocasiones), lo convencieron de que la ortodoxia económica no era incompatible con la popularidad electoral. Hace casi dos décadas, Lula logró que los más pobres del país votaran por un candidato que levantaba la bandera de la izquierda.”8
Desde entonces, el PT ha contribuido decisivamente en la reconfiguración de un sistema socio político en el que fue desplazándose desde su posición inicial hasta ocupar el centro del espectro político. Desde las resistencias a la dictadura y al primer avance del neoliberalismo, el PT se afianzó en una modalidad de gestión política caracterizada por la conciliación de intereses antagónicos y la capacidad amortiguar los conflictos sociales mediante la desmovilización. En la actualidad, Lula no representa una amenaza para las clases dominantes. Más aún: desde el punto de vista del establishment, el líder del PT parece ser el político en mejores condiciones para garantizar el statu quo.
Por su parte, Bolsonaro es presentado por la prensa opositora como el candidato del amañado poder judicial, el capital financiero y los medios hegemónicos. La imagen se completa con un Bolsonaro capaz de mantener cautiva a una masa homogénea de votantes pentecostales, quienes le garantizan una base electoral de poco más del 30% de los votos. Esta representación social, esquemática como mínimo, pasa por alto el significativo caudal de votos de sectores católicos y de los pobres de las periferias, así como el consistente apoyo de los militares, las policías estaduales y las milicias paraestatales. Cuando se trata de persuadir al empresariado del agronegocio, a los representantes del capital financiero y del complejo industrial, ambos candidatos buscan ofrecer un gesto amistoso y una política adaptada a sus requerimientos e intereses.
NOTAS
2 https://ourworldindata.org/search?q=covid++excess+mortality
4 https://cenital.com/mas-polarizados-que-nunca/
6 Véase Perry Anderson, Brasil. Una excepción, 1964-1919. Madrid, Akal, 2021, p. 211.
7 Ver el minucioso análisis de Anderson sobre la situación política del PT en los prolegómenos de impeachment a Dilma Rousseff. Perry Anderson, “Crisis en Brasil”. En Pablo Gentili (ed.), Golpe en Brasil. Genealogía de una farsa, Bs. As., CLACSO, 2016.